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Edición No. 342


Una caja de vidrio
Por Yerandy Fleites Pérez
Fotos: Jorge Luis Baños

Recientemente la acogedora salita de Ayestarán y 20 de Mayo, sede de Argos Teatro, presentó Chamaco, obra del joven dramaturgo cubano Abel González Melo, bajo la dirección de Carlos Celdrán.

He aquí un texto que roza en su ideologización con escrituras francesas contemporáneas tales como Roberto Zucco de Bernard–Marie Koltès o Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini deMichelAzama. Estructurado en diez capítulos a manera de informe policial, nos cuenta la historia del joven Kárel Darín, quien ha venido del campo a tratar de hacer fortuna en la ciudad, y ante la única alternativa de sobrevivir, juega su vida en un mundo que lo convierte en otra cosa, hasta terminar por matarlo física y espiritualmente.

El soporte estructural de la obra es efectivo y toma como recurso técnico el flash back. Las escenas transcurren según las memorias de los personajes (en sus relaciones independientes con el héroe), sus reportes de los acontecimientos, hasta ir completando el informe. Estas memorias evocan una multiplicidad de escenarios que devienen espacios idílicos unas veces, lugares comunes otras.
González Melo ubica su informe dentro de los ámbitos del melodrama como género, aunque hay patrones claves que hacen pensar en la tragedia. Encontramos personajes bien delineados con los que es muy fácil identificarse —un viejo, un travesti, un abogado, una pordiosera, un policía. Aquí hay un tema serio, elementos de la suerte, de lo casual —como código de verosimilitud—, y a la par un sentido episódico y sensacionalista, un sentimentalismo que recorre la obra de extremo a extremo, un tono melancólico.

Frente a la propuesta de González Melo, Celdrán opta por un espacio escénico único, donde los cambios de escenario transcurren a la vista del público. La puesta es fiel al texto, algo frecuente en la estética de este director, que se interesa sobre todo en “contar la historia” y donde la idea del dramaturgo suele ser suficiente y primordial. Vemos emerger las caracterizaciones, los movimientos, los tonos lúbricos, presentes en el material didascálico que propone el autor, quien explora aquí una fuerte esencia narrativa.

A diferencia de otros montajes de Argos Teatro donde advertimos textos extranjeros convertidos en guiones cubanos, en Chamaco la materia textual y el espectáculo dan paso a un acontecimiento cultural doblemente nuestro. Si en Roberto Zucco o Vida y muerte… las variantes discursivas quedaban expuestas mediante un ejercicio resemantizador, aquí texto y puesta poseen un factor común que devela la realidad inmediata. El efecto es súper cercano y reconocemos al instante el “por qué”y el “para qué”de la representación.

Gracias a todo el proceso de fisicalización y concreción que desarrolla el texto al subir a escena, las zonas ideológicas tanto del director como del autor convergen en el punto de mostrar un mundo periférico vivo de la sociedad —que se oculta siempre—, donde para poder sobrevivir como persona hay que prostituir la voluntad y hasta matar; donde ni siquiera el amor o la buena fe alcanzan; y donde, claro está, no hay escape: esto es lo que nos pasa o lo que nos puede pasar. Y, en último caso, lo que les pasa a esas personas que no vemos, a las que ni siquiera prestamos atención, pero que viven, mueren y sufren su tragedia diaria.

La ficción insiste en el triángulo amoroso, como sustento central que afianza el hecho trágico. Aunque este triángulo esté apoyado en parte por lo gay, no se habla del sexo como placer sino como herramienta de uso, de vida: una condición humana posible donde la orientación sexual no es lo primero: lo es la voluntad de sobrevivir. Así la prostitución deviene fuerza conflictual y se da en la medida en que el héroe, sujeto básico de exploración social, acude a personas que en clave aceptan el negocio: “una mano lava la otra y las dos lavan la cara”. Kárel hubiese matado tanto en La Habana como en la Conchinchina; su naturaleza no le permite otra vida que no sea la del vicio. Lo que ocurre es que las condiciones le fueron favorables, paga su culpa, culpando a otros también culpables, pero que no la reconocen como él: el suicidio del héroe funciona cual acto de justicia pero también de arrogancia.

Chamaco no es un tratado sociológico; es una bella historia de amor como las que ya no se cuentan, y ha tenido la suerte de servirse de un director que permite el acceso amable a ella sin rehuir el sabor amargo de los parlamentos. Celdrán trabaja la simpleza con sumo cuidado, con el objetivo de explotar al máximo los recursos del melodrama y conectar con el público a través de músicas, tonos nostálgicos, imágenes en movimiento, luces de tonos fríos y oscuros, con escasos elementos que puedan entorpecer el buen desarrollo de los acontecimientos, donde a un tiempo lo estentóreo y lo susurrado coinciden.

Los elementos escenográficos que se utilizan no sobrepasan lo cotidiano. Los demás adornos están en el lenguaje, en las confesiones de los caracteres mientras describen y actúan una situación común, como coger una máquina en 5ta y 82 y bajarse en el mercado de Cuatro Caminos, signos que, siendo localistas, muchas veces no dejan de bordarnos un panorama justo. Este es uno de los aciertos del texto y la puesta: la insistencia en lo cotidiano y en cómo eso, al reiterarse, se va volviendo doloroso por sí mismo.

En su montaje Celdrán privilegia, lo mismo que el autor en el texto, las confesiones: en boca de los actores aparecen íntegras las frases. Este trabajo con las individualidades es muy interesante y dispone, en su valor interno como recurso poético y técnico, una acción “actuada” que evita el vano informar por informar. Llamemos a esto “proceso de teatralización”. Al exaltar los códigos con que está construido el carácter, por ejemplo, una historia o una biografía emerge, y entonces el personaje representa, la palabra adquiere un genuino poder de acción. En este sistema de fragmentación, omisión, y síntesis, reposa el hecho cultural Chamaco a través de la puesta en juego del lenguaje.

Aristóteles dice en su Poética que, según Agatón, es verosímil ir en contra de la verosimilitud. En varios materiales leídos acerca de la obra de estudio —Chamaco— se le cuestiona al autor lo casual de los encuentros entre personajes. Puede ser, pero este criterio para nada es definitivo. Con toda intención, González Melo maneja códigos de lo posible y para ello desarrolla pequeñas unidades que concretan y flexibilizan necesidades dramáticas determinadas, tales como lo sorpresivo o lo casual. Hay un parlamento de Silvia Depás que dice: “No puedes ir por la calle y que un ladrillo caiga sobre ti, ni ahogarte en la piscina. Eso está lejos... ¡Tan lejos que lo veo, lo toco, lo siento junto a mí! ¡Dios!”. Silvia tiene razón, se trata de eso. La mecánica interna funciona así, estamos tan alejados de los acontecimientos, del mundo real, que notamos como imposible que algunas desgracias diarias nos ocurran.

Eso es probable, trágico, y es un buen punto de mira. Si la obra tratase no más que de una familia cubana a punto de su separación definitiva por un problema de incomprensión o maltrato, no habría mucho que esperar. Pero no, esa familia irradia acción y es parte de una tragedia cotidiana, no es bonachona ni terrible: es común. Los ámbitos de felicidad quedan elucidados hacia una escapatoria social. Se necesita creer en esas sorpresas de la vida. Hoy más que nunca es incierto que mañana será otro día, o que estamos listos para amar. A eso le tememos más que a nada: al mañana inmediato.
Si en la tragedia griega o en otros momentos de la historia del teatro, donde se ha tomado este género como soporte estructural, el destino del héroe estaba claro, en la contemporaneidad es incertidumbre. El error trágico desaparece porque es ya un lugar común. Entonces la condición trágica como objeto de conocimiento se adelanta al héroe y lo espera en cualquier esquina, en el Parque Central o dentro de una caja de vidrio. Quizás por esto se escriban ahora mismo tan pocas tragedias, porque lo trágico, esa “extraña lealtad” que hallamos en los clásicos, según Borges, le ocurre a cualquiera sin un motivo aparente de compensación social.

Chamaco es auténtico hecho cultural como concreción, incluso en su independencia literaria. Recorre desde la más pequeña unidad social que es la familia, como centro fundacional y promotor de acción, hasta el deterioro arquitectónico de una sociedad en cambio. Es poesía de lo vivido y es un mundo referencial al alcance de todos. Es el pan nuestro de cada día. Un gesto mínimo.

Con esta obra, escrita y llevada a escena, Abel González Melo y Carlos Celdrán rinden su homenaje a la palabra. Chamaco entra en la historia del teatro cubano por la puerta ancha, como heredero de todos y de nadie. Por tiempo se podrá hablar a favor o en contra, pero como escribe Pablo Palant en su libro El texto dramático: “Aquella situación recordará estas palabras, y estas palabras evocarán siempre aquella situación”.

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