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Una fuga de invierno

Yerandy Fleites Pérez


Estamos en el Noveno Piso del Teatro Nacional, sede de todas las presentaciones del laureado grupo teatral cubano Argos Teatro, que dirige Carlos Celdrán, también autor de otros montajes como Roberto Zucco, Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini y Stockman, un enemigo del pueblo, hasta hace poco en temporada, que recibiese justos aplausos del público y la crítica cubana. Estamos en el Noveno Piso, ya antes hemos recibido el programa de mano y una hermosa edición del texto que veremos: es la celebración de los diez años de trayectoria escénica de Argos con Chamaco, con el Chamaco de Abel González Melo, material “natural y quizás inevitable” en el camino del grupo a lo largo de todo un decenio.

“Pues digo Kárel, chamaco, y digo Miguel”, pero también digo Periquito Pérez o Fulanito, y digo Chamaco, y digo Cuba, que ni se rinde ni se vende ante la posibilidad de situar un fenómeno junto al otro, con una misma estatura –uno setenta y pico, piel blanca, ojos pardos. Chamaco es hijo de algo o de alguien, por supuesto, pero más allá de un legendario devenir, de un ismo, de una sólida “herencia teatral”, apuesto por la vida, por ese transitar orgánico de un joven por su ciudad, con su bolso repleto de apuntes y un pomo plástico –Ciego Montero– con agua hervida, y que ese joven se llame Abel. Yo quiero hablar de La Habana, llegarme hasta La Revoltosa y comprarme una pizza de queso, caminar por el Parque Central y ver todo lo que pasa y lo que se traba, las floristas y los policías con sus boinas de medio lao, los chamacos jugando ajedrez, escuchar la risa de los colegiales mientras molestan a la guardaparques irascible que vende café mezclado y cuida revolucionariamente la estatua del héroe.

Esta es la realidad que nos rodea: Cuba dos mil seis. Hablar de La Habana –lo demás es áreas verdes– es un ejercicio difícil y arriesgado, sobre todo si se peca, como casi siempre, de lugar común. A mi entender Chamaco deviene ritual de una ciudad, de una ciudad inmensa, inatrapable para nosotros, demasiado pequeños, llena de maravillas e historias y un largo malecón y un faro y un bellísimo complejo hotelero, y el encuentro con su mundo más intrincado, por así nombrar a la no menos bella forma de vivir: lo premonitorio es eso.

Abel recrea, a través de su informe en diez capítulos titulado Chamaco, toda una confluencia de personajes e ideas –tan cruenta batalla– que sobrepasan la planicie tradicional de nuestro teatro a lo largo de estos años, yendo más allá del coqueteo, válido por cierto, con las nuevas formas de escritura francesa, pensando en un Bernard-Marie Koltès o un Michel Azama, y en ese huir de todo lo populachero y vulgar de nuestra sociedad tan lacónicamente caracterizada por otros, para lograr un producto original. La Habana de Abelito es mucho más atrevida, más franca en su interior, posee la cualidad de la sutileza pero también del dolor, ambas en un mismo cuerpo. En un mismo cuerpo vivo, llagado, cubano, flota la poesía esencial de hombres y mujeres, travestis y policías corruptos, compañeros y compañeras: nadie quiere a nadie, se acabó el querer.

Desde la imagen del programa de mano hasta el apagón final, Celdrán nos regala un producto fruto del genuino diálogo con el texto y su peculiar poética para el teatro, si es lo suficientemente precisa la expresión para englobar el modo con que ya leitmotiv y performance se unen dentro de su obra: el director interpreta la realidad, su realidad. En la puesta aprovecha ese material que está al alcance de nuestras manos, el cotidiano, el pan nuestro de cada día, de mejor forma y con más eficacia, sin tener que llegar a hacer con “textos extranjeros guiones cubanos”, para trabajar por primera vez, por lo claro, sobre el cuerpo nacional, contemporáneo. Esto es muy importante para un director que procura el diálogo perpetuo con el público, con un público que busca ansiosamente material subversivo. Ahí está el resultado.

Celdrán ha dividido el espacio del Noveno Piso en dos, en dos escenarios. Dos escenarios forman uno mismo y a la vez una multiplicidad de espacios y lugares, riscos, bordes –como la siempre bella metáfora popular de abrirnos el pecho en dos– y desde esta posición resuelve la complejidad textual, con sus inquietantes modos poéticos en forma de didascalias donde el narrador presupone el material permisible o probable del informe, pero también dentro del universo didascálico: allí aparece lo medular sensitivo de cada personaje. Así, con un mínimo de elementos escenográficos y mucha preocupación por el desempeño actoral, donde resaltan las interpretaciones de Fidel Betancourt como Kárel Darín –el chamaco de esta(s) historia(s) de amor–, Pancho García como el tío inclemente, Laura Ramos y Yailín Coppola alternando en Silvia Depás y José Luis Hidalgo como Saúl Alter –a quien se le debe la oportunidad de trabajos más ambiciosos–, Carlos lanza todo ese peregrinar alegórico tan estimulante, propio de sus representaciones, sus encuentros, sus semblanzas, sus ilusiones sabidas puestas en escena, al desnudo, al duro y sin guante. Otra vez.

El grupo, la fábrica, la máquina Argos Teatro, logra conmover a un público diverso y entrenado como el nuestro. Entrenado sobre todo en la voluntad de sobrevivir a sabiendas de que en cualquier momento los tan tensados hilos de plata pueden reventarse para bien o para mal, nadie sabe, y en esa angustia la bola pica y se extiende. Estamos en el Noveno Piso del Teatro Nacional, aún con olor a mar y a malecón. No sé, un apagón junto a la nuez de Adán nos ha cegado la historia. Acabamos de asistir a una fuga de invierno, en Navidad, y a un acto de justicia.

 

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