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Argos Teatro: entre la alegoría y la paradoja
Osvaldo Cano

   Cuando, hace poco más de un año, Carlos Celdrán y Argos Teatro estrenaron Fango,  advertí sobre los visibles puntos de contacto entre los personajes de la pieza de María Irene Fornés y las criaturas fabuladas por Samuel Beckett. Lo que ayer fue una observación se transformó en certeza luego de que el prominente director y su grupo llevaron a las tablas de la sala de Ayestarán y 20 de mayo una de las obras clave del inmenso escritor irlandés. Con el montaje de Final de partida Celdrán reafirma su interés por explorar ese universo absurdo y paradójico poblado por seres inutilizados que se extinguen  sin poder hacer nada por evitarlo.
   Desde el mismo título de la obra Beckett alude, a partir del juego alegórico con el ajedrez, al inevitable fin de la humanidad. Ese sentido apocalíptico e incluso trágico deviene piedra de ángulo de Final de partida. El mundo que describe la pieza está poblado por los sobrevivientes de un cataclismo innombrable. Son ellos individuos mutilados cuya fuerza de voluntad es casi nula o está encausada hacia objetivos triviales. Criaturas que interactúan en un cosmos sin vida ni afectos, donde nada germina ni siquiera la esperanza. Una suerte de no lugar en el que reina la indefensión y la angustia, donde no hay futuro posible y cuyos habitantes más que vivir agonizan junto con el entorno árido y lóbrego que comparten.  
   En Final de partida asistimos al paroxismo de la desolación. La soledad y el desamparo son las eternas compañeras de los resignados protagonistas  para quienes la suprema esperanza es a la definitiva desintegración. Con este drama circular el director, fiel a su vocación de hacer dialogar los textos escogidos con sus propias circunstancias, pone el dedo sobre la yaga al analizar con lucidez y agudeza las actuales coordenadas del mundo en que vivimos.
   Asepsia, pulcritud, austeridad, resultan certeros calificativos para valorar el montaje. Celdrán ha logrado un sello, una marca de agua que lo distingue. Su eficiencia y dominio del oficio lo han conducido a la posesión de enjundiosos argumentos a la hora de encarar un espectáculo. Estilización y  síntesis devienen  constantes en su labor. Estos precisamente se erigen como  pilares que vertebran su más reciente producción, que funciona con la armonía y exactitud de un mecanismo de relojería. Como si de este modo el director se propusiera poner en evidencia el automatismo y la inercia que lastran a un mundo que ahora es equiparado al nuestro.
   La vocación de transparencia que recorre el montaje está solidamente sustentada por el diseño de escenografía concebido por Alain Ortiz. El decorado transmite tanto la atmósfera de encierro como la lóbrega naturaleza del sitio en que se verifican los acontecimientos, apelando a colores luctuosos y a la delimitación del área que habitan los personajes. Funcionalidad, coherencia y capacidad para explicitar a través de las texturas, el color y las formas las esencias del texto son sus mayores méritos. El vestuario de Vladimir Cuenca consigue recrear una imagen depauperada valiéndose de varios elementos, entre los que se cuentan la insistencia en los tonos negros y grises o los muy bien seleccionados accesorios. Manolo Garriga crea efectos luminosos que subrayan el dramatismo de la ficción y que se amalgaman inteligentemente al concepto integrador del espectáculo.
   El elenco  trabaja con  precisión  y limpieza. La organicidad en los silencios, la minuciosidad conque realizan sus tareas escénicas, así como la palpable estilización de los recursos expresivos empleados se cuentan entre sus virtudes más apreciables. Pancho García vuelve a realizar una notable labor en la que la dosificación de la energía, la contención y la denotación de las pasiones que recorren al protagonista devienen constantes. Su capacidad para poner en evidencia la futilidad de los caprichos y órdenes del decadente tirano que incorpora resulta aleccionadora. Si García nos ofrece una verdadera disertación de excelente actuación Waldo Franco no se queda a la zaga. A partir de un muy bien trazado trabajo corporal, que contribuye a la manifiesta interiorización que consigue, realiza una encarnación plena de matices y verdad. José Luís Hidalgo encuentra una voz, un tono y un timbre en consonancia con la condición del personaje que asume. A esto hay que adicionar la acertada utilización de la máscara facial y la conformación de una coherente imagen física. Daysi Sánchez apuesta por la mesura, al tiempo que aporta cierta nota cómica que contrasta con lo patético de la situación, para ofrecernos una natural y creíble interpretación.
   Con Final de partida Carlos Celdrán y su grupo nos agasajan con un espectáculo memorable que dialoga con claridad y certeza con esta hora del mundo. Montaje que nos demuestra que lo que ayer fue absurdo hoy resulta cotidiano e incluso próximo, que renuncia a lo epidérmico para sumergirse en los entresijos de una realidad precaria y paradójica. Con todo y la calidad de su empaque visual o la excelente labor de los intérpretes, el punto de encuentro entre la ficción y nuestras circunstancias asumido con una sabia mezcla de lucidez y pericia resulta el más rotundo mérito de esta puesta en escena.

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