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Stockman y la verdad inalienable
Vivian Martínez Tabares

El eterno tema de la verdad –derecho y deber de los hombres, responsabilidad social ineludible–, es el centro de Stockman, la excelente puesta de Carlos Celdrán y Argos Teatro que acaba de cumplir su temporada de estreno en el Noveno Piso del Teatro Nacional. Nuevamente la confrontación individuo-sociedad, tan cara a la esencia del teatro mismo, opera como eje conceptual que moviliza situaciones y acciones dramáticas llenas de vida.
Más que montar un texto ajeno, Celdran y Argos Teatro se propusieron un diálogo triangular con el noruego Henrik Ibsen, el más grande autor occidental de fines del xix, que elevara el nivel artístico e ideológico del teatro hasta alturas inéditas para reflexionar sobre la sociedad de su época, autor de Un enemigo del pueblo en 1882, y con Arthur Miller, ferviente seguidor del realismo ibseniano y responsable de una versión de aquel texto durante el macartismo.
En Stockman se han eliminado personajes –entre ellos uno, el padre de Catalina y suegro del protagonista, que encauzaba el conflicto hacia otros derroteros–, para concentrar más las acciones, se han modificado circunstancias, como el objeto social del balneario, y se han actualizado y tropicalizado hábitos, para concentrarse mucho más en la naturaleza ética de las contradicciones desde una sintonía contemporánea, cercana, reconocible en los tiempos que vivimos.
Se ponen en cuestión ideas tales como que el individuo debe someterse a la colectividad, enunciadas desde un poder autoritario e inmovilista, que argumenta que el pueblo no necesita de las nuevas ideas, y que negocia la verdad a partir de desconocer la fuerza y el valor de las convicciones, o que contrapone sin rubor la verdad científica a la verdad social, entendida esta última como oportuna, conveniente, ligada al sentido común, útil para preservar el orden y la bonanza, aún a riesgo de poner en juego la vida misma por apoyarse sobre bases absolutamente inmorales.
La puesta subraya el tan visible y manipulador poder de los medios, y lo logra no sólo en la esfera conceptual sino también a nivel técnico y vivencial, cuando elige un muy eficaz empleo del video simultáneo a la acción, como recurso que contrapuntea con la teatralidad y la amplifica. La escena de la frustrada conferencia que convoca Thomas Stockman para hacer saber a la mayoría la contaminación del balneario, se convierte en una suerte de talk show político derivado en manifestación de mayor alcance. La mediación de la cámara, que proyecta tras el actor su propia imagen en primer plano, magnificada, establece una curiosa relación virtual en la cual, al lograrse una mirada al lente que es, a la vez, dirigida a dialogar con cada uno a nivel “personal”, opera en el espectador simultáneamente como propia, directa y desconcertante exigencia de toma de partido.
El poder mediático es también omnipresencia en buena medida incontrolable, gracias al empleo del video, y consigue combinarse con una perspectiva distanciadora que enuncia, para comentar, referentes de la trama concreta que tiene lugar ante sí. El medio técnico sirve también para enfatizar en la perspectiva que insta a leer el drama desde nosotros mismos, por medio de la conexión espacial inequívoca con esa familiar imagen del Vedado en la que el sol reverbera o las luces comienzan a titilar al atardecer.
A lo largo de puestas como El alma buena de Se Chuán, Roberto Zucco o Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, Celdrán ha demostrado cómo le interesa más la fuerza de una buena historia, defendida por actores que revelen en qué medida puede tener que ver con cada uno de nosotros. Su lenguaje opta por una limpieza y una austeridad en el espacio que a veces raya en la asepsia, para que la forma se subordine a la fuerza de las ideas que resuman las contradicciones en juego. Como aquellas, Stockman defiende que sea el actor, con su cuerpo y su mente, con su modo peculiar de enunciar la palabra y con la pasión que pueda poner en ello, quien explore en el comportamiento de los seres humanos, complejos, contradictorios, arduamente heroicos de esta época.
Salvo la escena final, apoyada en una imagen de aliento épico que no logra despojarse del lugar común y sostenidamente estática, cada uno de los arreglos logra llenar el espacio con la pulsión del debate entre verdad y cinismo, entre dialéctica y metafísica.
La austeridad escénica apuntada a veces resulta reto crítico para alguno de los intérpretes, que aún no han transitado el modo más convincente para traducir al plano físico la verdad de su debate interior, sin encontrar equivalentes en el gesto y el movimiento para el apoyo corpóreo que no está, como los personajes femeninos, con ademanes y posturas que pierden efectividad por la reiteración.
En una cuerda de admirable equilibrio, Alexis Díaz de Villegas y Pancho García consiguen un memorable contrapunto en el que cada cual descubre un enorme registro de sentimientos y emociones desde la verosimilitud más entrañable. Frente a frente, en desacuerdo sutil o en duelo de feroz confrontación, o de cara a la cámara, con una raigal conciencia del personaje y sus motivaciones, convencen y estremecen desde cada mínimo cambio de la expresión.
Teatralidad de la carne y el compromiso, de la poesía efímera del teatro, que es también la de la vida, Stockman conquista el espacio inalienable de la verdad.

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