Número 677

3 de mayo al 9 de mayo de 2014


“Callo y pido perdón”


Zoila Sablón • La Habana, Cuba
Fotos: Sonia Teresa Almaguer

Así repite el bonachón, reprimido y cobarde tío de Sonia, una pobre muchacha que se consume entre cuentas de cosecha y el tiempo lento de una casa de campo, mientras desea ardiente y resignadamente a Mijail, médico rural. Como su tío Vania, Sonia también sucumbe ante su mediocre vida y está anclada en la imposibilidad del cambio. No hay transformación en sus rutinas, solo la que genera la visita de su padre y de su joven madrastra. Una pareja carcomida por el desamor, el egoísmo, la compasión y la pobreza de espíritu.

Como puede notarse, un paisaje poco estimulante. Un fresco nada consolador como han sido todos los personajes chejovianos, atados a la monotonía y la falta de carácter.

En cambio, gracias a ello, Antón (también el ruso) nos dejó la grandeza de su escritura al escudriñar los complejos comportamientos humanos y sus nexos con su circunstancia más inmediata. Son sus personajes merecedores de sus destinos y el autor sabe bien cómo armar esos lienzos entre bostezos melancólicos y asfixiantes. Como el propio Mijail, Chejov fue durante años médico rural y su vida se tensionaba entre su vocación intelectual y la práctica de su oficio.

El tío Vania, la extraordinaria pieza del autor ruso llega nuevamente al teatro cubano. Esta vez ha sido, de los dos Carlos, el Celdrán quien la ha puesto sobre el tabloncillo de Argos Teatro, ubicado en la esquina de Ayestarán y 20 de mayo.

Hace algunos años, Carlos Díaz me mostró el trazo de los vestuarios que nunca llegaron a cristalizar. Mientras, podemos imaginar la cadencia y el porte sobre el escenario del Teatro Trianón, los mismos rasgos que mostraban en La gaviota. También la actriz y directora Doris Gutiérrez montó su versión en la sala Hubert de Blanck, en 2010. De manera que El tío Vania ha sobrevolado la escena nacional más de una vez.

Con este estreno (a diferencia de sus versiones anteriores, Carlos conserva aquí el título original), Celdrán recompone un repertorio que ha estado mirando con más énfasis a la autoría nacional: Abel González Melo, especialmente, Amado del Pino y Virgilio Piñera, de quien también su Jesús fue trabajada aunque nunca llegó a término. Y a pesar de que su pieza precedente ha sido una versión de La puta respetuosa, de Jean Paul Sartre, la radicalidad de la mirada de Celdrán sobre el clásico francés la ubica, con el título de Fíchenla si pueden, a medio camino entre el original y un nuevo texto.

También Teatro El Público subió a escena la pieza de Sartre en una complejísima interpretación. En cambio, en la de Ayestarán pudimos comprobar un oportuno acercamiento más en sintonía con la discusión nacional sobre el racismo desde una perspectiva histórica y actual, precisamente cuando el país estaba rememorando el centenario de la matanza contra los Independientes de Color en 1912.

Si en la de Díaz, corporalidad, deseo y emoción, unido al desempeño de los actores en el centro del montaje, llevaban de la mano al público; la flecha de Celdrán apuntaba a otra diana: corrupción, indolencia, cinismo social y discriminación racial no son síntomas únicamente de la sureña sociedad norteamericana diseccionada con precisión por Sartre.

Ahora Celdrán nos adelanta la lectura de su versión. En sus palabras al programa nos recuerda que El Tío Vania “entra dentro del diseño que Argos Teatro se ha propuesto de ver y observar al cubano que somos desde el costado más complejo, menos tenido en cuenta, menos aceptado”.

Los que asistimos el fin de semana de su estreno, coincidimos también con la celebración del VIII Congreso de la UNEAC. Las primeras líneas que se dejan escuchar por boca de Vania, en una habitación que perfectamente podría ser una especie de dacha o apartamento de los ex socialistas revestido de madera, se relacionan con un debate sobre el papel del intelectual, su pertinencia en la sociedad, etc. Obviamente, los dardos van a dar al rostro de Alexander, su ex cuñado, académico que ostenta su categoría de profesor y quien ha vivido en la ciudad desarrollando una supuesta carrera exitosa gracias al fruto de la finca administrada por Vania y Sonia. Algunos de los que estábamos en la salita no pudimos evitar una sonrisa maliciosa y cómplice. ¡Qué casualidad!, fue el gesto silencioso de no pocos.

Argos Teatro arremete otra vez y nos coloca en una situación incómoda, afortunadamente. Incómoda en tanto nos convida a reflexionar sobre nosotros mismos y un “estado de cosas” que atraviesa nuestra vida más rudimentaria o sofisticada. La imposibilidad del cambio, la pereza intelectual y la inacción más honda en todas las facetas de nuestras vidas, incluso, aquellas sobre las que aún podemos decidir, va marcando la rutina de esos personajes que podrían ser, perfectamente, un espejo de existencias truncadas a la espera de algo por ocurrir en la oscura sala del teatro. Y lo grandioso es que excede la “circunstancia netamente cubana”.

El desplazamiento hacia el nosotros de hoy y ahora no se produce de manera chata, ni se cubaniza a los personajes en un intento forzado por “hablarnos”. La universalidad de los textos de Chejov, su pensamiento agudo para calar en las honduras del alma humana, nos colocan en ese punto en el que descubrimos con cierto asombro lecturas paralelas, maneras alternativas de mirarnos y reconocernos. Nuevamente Carlos y Argos Teatro nos invitan a una comunicación política y honesta con nuestro presente y nuestra biografía colectiva.

El equipo artístico de Argos vuelve a apuntar a su favor. Quizá sin proponérselo, o sí, Alain Ortiz dibuja, en cada trazo del escenario, una línea de sentido que conecta, cuales puntos visibles, un espectáculo a otro. En esa trayectoria imaginaria y concreta, las propuestas de Ortiz se relacionan con el espectador y relatan su propia historia. Esa línea va modelando también un comportamiento teatral que pasa por la topografía de la escena.

En esas ondulaciones: la sucia pared del cine Mégano, el sofá de los Romaguera, la diminuta habitación de Lizzie…

Cuando se hace la luz, nos detenemos en cada detalle que conforma la arquitectura visual y material que contiene el relato escénico. En cada elemento, en cada tareco apretujado en el multi-mueble advertimos la historia de las cosas nunca apartadas de la biografía de la gente. Sin embargo, en esa galería de objetos no encontramos ninguno personal, solo bosquejos de lo que fue una vida ya apagada, como la de la propia Marina, que espera el día a día con un té en la mano.

Y así la luz, en un hermoso diseño de Manolo Garriga otra vez, nos confirma esa penumbra, la tibieza de lo cotidiano, tal como nos lo hizo ver en Aire frío. Aquí, nuevamente la persiana deja pasar, solo por un momento, un haz de luz que se disuelve en la sala vacía, igual al que iluminó brevemente el rostro ajado de Luz Marina.

Ese ambiente enquistado, en el que recibimos restos de un pasado no menos infeliz, las sillas diferentes, las sobrevivientes al demasiado uso, se completa con la música original de Denis Peralta, un hallazgo al iluminarnos sonoramente ese mundo gris.

Vladimir Cuenca, pieza clave del éxito de Argos Teatro, cose sobre la piel de los personajes sus propios vestigios en tela y botones. Deslucidos y cautos, con excepción de Elena, colorida y coqueta a su pesar, los personajes van transitando ante nosotros. Los detalles relucen cuando advertimos las sandalias y saya bohemias de María, madre de Vania, diletante admiradora de Alexander; o el trapito de Marina, siempre a la espera de algo por limpiar, las botas de campo de Vania y el impoluto vestuario del profesor, al tanto de su figura; la practicidad del doctor Mijail, con su bicicleta china, sus botas de trabajo como si se tratara de un jardinero soñando un bosque pero consciente de su fracaso, el mismo ciclista, quizá médico o ingeniero, que bordeamos en la Carretera Central bajo el sol, de vuelta a casa.

La plantilla de actores está hecha a la medida de los personajes. José Luis Hidalgo en Vania llega a un punto de madurez en su carrera, no solo por la experiencia de su trayectoria, sino, porque, de algún modo, como actor ha recorrido también una secuencia de personajes que lo ubican en ese lugar. Vania ha sido Hidalgo en la composición del grupo cuando ha asumido, más de una vez, las figuras secundarias que apoyan o completan la existencia del protagonista. Una actuación veraz, nacida de la angustia real que atraviesa un hombre y un personaje de su edad, y así lo confirma, “tengo 47 años” en sus más agudas tensiones, aquellas que nos desvelan, que nos hacen preguntarnos en qué punto estamos, qué hemos hecho y nos falta por hacer. Pero, contrariamente al estupendo actor que es Hidalgo, Vania no tiene futuro, o mejor aún, merece el futuro que se ha edificado por su incapacidad para vivirlo. No es la circunstancia la que lo agobia y oprime, es su mediocridad fisiológica.

Yuliet Cruz condensa una ruta artística en ascenso, segura de sí misma en ese estado de desasosiego y desesperanza de Elena, atrapada entre el deseo y un supuesto deber más afincado a la comodidad. Héctor Noas transita por los matices de este médico alcoholizado como única vía de escape a sus sucesivos fracasos, profesionales, sentimentales y existenciales; un actor que domina, en una ejecución contenida, las modulaciones de su corporeidad y expresión. Y que, dicho sea de paso, ha crecido en ese breve pero decisivo papel en Conducta. Pero a diferencia de aquel padre de familia solo vencido por la absurda ley, Mijail se deja vencer por el absurdo de sí mismo.

Discípula de Celdrán, vuelve Yailín Coppola al staff de actores. En su interpretación, contrapuntea su fuerte físico y voz con la fragilidad de su espíritu, condenada a la espera de la nada, absorta e ingenua en su propia incapacidad. Y la actuación de Waldo Franco, quien se ha fijado felizmente al repertorio del grupo, es la consagración de la mediocridad, del ridículo absoluto como intelectual, marido y hombre práctico. En esa queja de dolores físicos, se esconde el simulacro de una pena moral, tan inconsciente como la de su propia medianía. Vienen a aumentar la nulidad, el vacío de una existencia desdibujada y soñolienta el dueto de pusilánimes de María (Verónica Díaz) y Marina (Nora Hamze), actrices de alta talla que completan este lienzo sepia de la realidad.

Siempre será insuficiente lo que podremos devolver de nuestras lecturas, íntimas y personales. Con El Tío Vania el disenso entre el escenario y la platea rebasa un debate doméstico y se instala en una instancia filosófica, existencial del hombre. Sin duda, Carlos Celdrán reitera una verdad que ha signado su teatro. Lo que vemos ante nuestros ojos es una escena transparente.

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