Notas al programa

Si al repasar nuestras vidas coincidimos en que nuestros sueños sobreviven amenazados por la mediocridad, si la frustración y la angustia por ideales perdidos es consciente y dolorosa, – ahora que ya no somos jóvenes – si nos es difícil comunicarnos con los otros y detallar este paisaje interior que cada vez es más punzante e incomunicable, si la soledad es eso que no cuenta en los restos y las facturas del día, si nuestros deseos más ardientes no llegan a ser actos y mueren en palabras y en gestos que no corresponden a esos deseos, si ya sabemos que la acción real está dentro de nosotros y de un modo catastrófico se aleja de nuestra voluntad de ser felices, de ser los que soñábamos ser; entonces  puede que nuestra biografía, la personal, la colectiva, acepte ser llamada chejoviana.
Levantar la estructura invisible de El Tío Vania entra dentro del diseño que Argos Teatro se ha propuesto, de ver y observar al cubano que somos desde el costado más complejo, menos tenido en cuenta, menos aceptado. Un ser para la escena que transparente a un hombre que desaparece tras el ruido y la sobrevivencia cotidianos. Un actor y un personaje que den testimonios de la biografía de un presente, que como todos los presentes, resulta incomprensible. 

Carlos Celdrán

Elenco:

VANIA - José Luis Hidalgo
SONIA - Yailín Coppola
ELENA- Yuliet Cruz
MIJAIL - Héctor Noas
ALEXANDER - Waldo Franco
MARÍA - Verónica Díaz
MARINA- Nora Hamze

Equipo de realización
Diseño de escenografía: Alain Ortiz
Diseño de vestuario: Vladimir Cuenca
Música original y banda sonora: Denis Peralta
Diseño de luces: Manolo Garriga
Asistencia de dirección: Yeandro Tamayo
Producción: Argos Teatro
Dirección artística y general de Argos Teatro: Carlos Celdrán

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La cotidianidad que duele

Por Raydel Araoz

5 Mayo, 2014

Regresé del teatro. Aún me persiguen las imágenes de la puesta de Carlos Celdrán. Aún puedo sentir al tío Vania, el doctor y la nana conversando en la mesa. Veo llegar a la sala al profesor y su joven mujer, mientras la hija no cesa de comer pan. Me siento ante la máquina y escribo:
La obra comienza con una mujer durmiendo en la silla, un pañuelo le cuelga de la mano y roza el suelo mientras el público se sienta. Creo ver en la mujer que duerme, la nana, en su acto cotidiano que se suma al acto tal vez extracotidiano de sentarnos en las lunetas, un guiño a la trama de El tío Vania de Chéjov, a ese tiempo dormitado donde nadan todos los personajes, a esa existencia malgastada de la que cada cual culpa al otro. Todo está resumido en la nana, el único personaje inocente, porque su conciencia sobre la vida le permite dormir sin preocuparse. Es la única que puede dormir y dejar que el tiempo transcurra, la cotidianidad es para ella una rutina que devora a los otros. La nana, con el cándido andar de Norah Hamze que hace recordar a nuestras abuelas, volcada en servir, querida por todos, es la única que encuentra sentido a su existencia. Los demás personajes permanecen ahogados en sus errores, en sus frustraciones, en las frases que repiten como disculpas inútiles: “Desde hace cincuenta años no hacemos más que hablar, hablar y leer artículos”, “entre tantos mediocres uno termina volviéndose un mediocre”.
Héctor Noas, con las ropas del doctor, con esa frágil desesperación –ruda, serena, íntima–, acaba de pronunciar aquella frase con que termina el párrafo anterior, y al hacerlo nos mira, mira al público –me mira a mí–, dejándonos a todos frente a esa expresión, ese mantra que no es más que un espejismo. Detrás de lo dicho, como suele ocurrir en Chéjov, subyace aquello que no podemos mencionar, porque entrarlo en el lenguaje sería ponernos de cara frente a nosotros mismos: mirar, no en el espejo, sino en el alma; y sepultarlo sería cargar con la culpa de lo no nombrado. Una extraña red del servicio como obligación penosa se teje entonces entre los personajes: Vania sustenta económicamente al profesor, al cual envidia y odia; la mujer del profesor (Yuliet Cruz) lleva el cuidado de su esposo, al cual no ama, como una cruz; la hija del profesor (Yailín Coppola) trabaja para un padre que apenas ve y se esfuerza en agradar con atenciones al doctor que evita cualquier relación emocional con ella; el doctor atiende a los campesinos que desprecia por incultos y a los intelectuales entre los que se siente inferior. Algo del mito de Sísifo nos llega de esta pérdida del sentido del trabajo, de esta servidumbre culposa con que los personajes llenan su vacío interior –de la cual solo escapan la nana, mediante el amor como entrega sin espera de recompensa (el ágape), y el profesor y la madre de Vania (Verónica Díaz) a través del egoísmo– y que, al tocarnos, nos pone frente al tiempo muerto de nuestra sociedad, ante ese trabajo inútil, gastado en aras de un bien colectivo, de un futuro promisorio que no acaba de llegar. Hay en el desencanto colérico con que el actor José Luis Hidalgo reviste al tío Vania un espejo en el que duele mirarse, un espejo que los personajes evitan, del que el público intenta distanciarse; solo el doctor se puede mirar en él, quizás por su aceptación de la derrota: “En toda la región no habrá habido más que dos hombres inteligentes y honrados: tú y yo... Solo que, en cosa de diez años, la vida despreciable, la vida cotidiana... nos absorbió”.
Carlos Celdrán nos vuelve a deslumbrar con un relato de familia, con otra problemática diferente a la de obras anteriores como Final de partida, donde el hijo, al asumir el rol del pater familias, se venga de sus padres y manipula, en una falsa relación padre-hijo, a su acompañante; o Talco, donde el padre se ha travestido en madre y compite con la hija por el amante, por el chulo; o Aire frío, donde la hija ha tenido que asumir las obligaciones económicas pero no llega nunca a detentar el poder del padre de la familia tradicional patriarcal.
Esta vez, a diferencia de otras puestas de Argos Teatro, la familia está anclada a un trabajo y a una propiedad que los esclaviza, todo su esfuerzo se gasta en mantener una farsa, en sostener una ideología que no entienden, en mantener a un extraño que no vive entre ellos. En esta familia el centro se ha diluido, quienes trabajan tienen la obligación económica pero no el poder, simplemente se someten a un deber ser que no les permite ser felices ni como individuos ni como familia. Aquí Celdrán elude los exteriores de Chéjov y agrega una sensación claustrofóbica a la decadencia familiar. Toda la obra trascurre en una sala-comedor, con una mesa con sus sillas, un mueble multifuncional que funge casi como librero, una butaca, una ventana, objetos que en ocasiones parecen negarse a cumplir su función. El mueble deviene altar de una ideología venida a menos, la vitrina donde los libros del profesor descansan con el aplomo de su falsa superioridad. La mesa no es el lugar simbólico para reunirse la familia en los horarios de comida, puede ser el estrado donde Vania da curso a su ira o donde el profesor anuncia la venta de la finca, la barra de una cantina donde Elena y Sonia se reconcilian pero nunca el lugar el lugar de la eucaristía. La familia con los horarios trastocados por la visita de profesor y su joven esposa Elena, con los rencores a flor de piel, no puede reunirse a comer por más que lo intente.
Vuelvo a una pregunta que pesa sobre la obra de Chejov: ¿para quién trabajamos?, ¿hasta qué puerta nos conducirá la vejez cuando nuestras fuerzas menguan para el trabajo a que nos hemos entregado toda la vida? Y recuerdo la noche que la iluminación de Manolo Garriga nos regala para que el frío despierte el reuma del profesor, y Waldo Franco se incline tosiendo el miedo que el personaje tiene a la muerte y el apego a su existencia vacía. También me asecha el lamento de Vania por el tiempo que no va a poder recuperar y su final resignación. Temo entonces por mí, como una vez temí por mis mayores cuando la crisis económica deshizo su ideal de familia, el sentido por el cual trabajaron tantos años. Temo por mi existencia, y es aquí donde encuentro la belleza de la puesta de Carlos Celdrán, en haber encontrado el punto exacto donde los actores desaparecen y los personajes que encarnaban se insertan en nuestra realidad simbólica para dialogar con lo innombrado.
Cierra la obra y otra vez la nana vuelve a dormirse, y todo regresa en apariencia al mismo sitio, pero ahora me duele más la cotidianidad.

Raydel Araoz
(La Habana, 1974)
Escritor y director de cine

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El Tío Vania

de Antón Chejov

Versión y dirección de Carlos Celdrán

José Luis Hidalgo es El Tío Vania.

fotos: Marcel Oliva y Fernando Pendás