Marzo / Abril de 1999
Para llegar a Baal …
por Omar Valiño
Carlos
Celdrán ha recorrido uno de los caminos más visibles y productivos
de la nueva generación teatral cubana. Vinculado al grupo Buendía
desde su fundación, en este transcurrió su aprendizaje, y un
aportador período de su vida profesional.
Con El rey de los animales se dio a conocer como director. A partir
de una fábula
colombiana proponía una revalorizadora lectura sobre el papel de las
generaciones y el poder en la sociedad. A contracorriente del curso de las
ideas sobre esas
problemáticas en la despedida de los 80, apostaba por el valor de la
sensatez y la experiencia frente al desaforado, y a veces impronosticable,
empuje de
la juventud. El ejercicio espectacular destacaba por la organicidad entre
medios expresivos y su nivel ideomático, por la elaboración sintética
de la imagen y por la presencia de un actor entrenado para las exigencias
lúdicras
del montaje.
Esas cualidades se van a acendrar en Safo, espectáculo para
uno sola actriz. Mas eI tejido de la puesta en escena los tensa en otro nivel.
Una búsqueda
activa en el proceso de trabajo en cuanto a la escritura escénica se
revela en el resultado final. La imagen, teniendo siempre como soporte al
actor, es el vector dramatúrgico de esa escritura escénica. Alejada ésta
del verbo no sólo como presencia (de la cual no se prescinde), sino
como sistema de pensamiento y organización del espectáculo, Safo
se impone como uno de los ejemplos claves para entender, entre nosotros, el
desplazamiento
hacia un canon esceno-céntrico. A nivel estructural reiteraba, sin embargo,
los marcos verificados antes en Las perlas de tu boca, del propio
grupo: se contaba la historia de una famosa bolerista cubana de la República,
venida a menos en la Revolución, y este último período
se trataba casi como una ausencia que se ponía a consideración
del espectador. Safo hablaba así, acentuadamente, de la pérdida
o marginación
de zonas de la memoria y la práctica de la cultura cubana popular.
La voluntad experimental presente en Safo está sólo
parcialmente en La increíble y triste historia de la cán-dida
Eréndira
y su abuela desalmada, codirección de Celdrán con Flora
Lauten para un elenco amplio. La obligatoriedad de encontrar una teatralización
a partir de un texto narrativo, creó una fractura en la imagen entre
ilustración
y significado, entre belleza y sentido. Tal vez esa carga estetizante que arrastró el
espectáculo explique el giro verificable en Roberto Zucco, de Bemard-Marie
Koltès.
Del color a los tonos, de la feria al encerramiento, de la estilización
a la naturalidad, de la dramaturgia espectacular al texto, de la imagen codificada
a la imagen casual, del actor físico al actor orgánico, de lo
visual al verbo, del Caribe a Europa… Pero el salto quedaba a mitad
de camino, los actores no respondían a la propuesta, se perdía
la conexión
de los referentes de la obra con el contexto, y aunque huyendo tal vez de localismos
estrechos por un lado y de circuitos internacionales por otro, el espectáculo
padecía una indefinición que lo colocaba en ninguna parte.
Buscando ese nuevo lugar, Celdrán funda un grupo con el estreno de LaTríada, donde
sitúa a Orestes ante las puertas de Argos. Y Argos
Teatro se denominará el colectivo. La referencia autobiográfica
es clara: Carlos/Orestes ha regresado. Electra se queja de la ausencia de Orestes,
clama por la vuelta del hermano para salvar la casa. Mientras él viene
a conquistar su sitio entre los hombres, a buscar su suelo, sus recuerdos,
a derrotar el desarraigo; ella quiere el odio y la venganza hacia su madre,
Clitemnestra.
Y el hilo, cual destino, se destejerá: tenderá la trampa para
el asesinato de la madre, única oportunidad para los hermanos frente
a la diferencia generacional marcada por el ejercicio del poder, los puntos
de
vista y las experiencias de vida distintas. Aunque, según el espectáculo,
no es tanto el destino la motivación del crimen, o sí, pero el
destino como comprensión de la necesidad de Orestes de cumplir su papel.
Acción inevitable, luego, trágica. Consumada ésta, Orestes
se siente libre consigo mismo. He matado por ustedes, dice. El viaje ha terminado,
el viaje prosigue. iQué hermosa parábola de EI rey de los
animales hasta aquí!
No es hasta Baal, sin embargo, que liberado en su destino, el nuevo
orden teatral que Carlos Celdrán pre-tende imponer a su obra, comienza
a verificarse. Y es curioso: hay claramente un texto teatral como punto de
partida. Descontando
al Koltès de Roberto Zucco, sus montajes se han levantado,
a partir de versiones suyas o resultantes del proceso de trabajo, sobre:
una fábula
de origen popular (El rey…), una novela como Tres tristes
tigres,
de Guillermo Cabrera Infante (Safo), un cuento de García Marquez
(La increíble
y triste historia…), o fragmentos de Las moscas, de Jean
Paul Sartre y de La Orestíada, de Esquilo (La Tríada).
Ni siquiera en esta última
lograba en sus actores esa condición buscada de desestilización
(léase como el intento de huir de una afectación teatral), de
descodificación
que permita un fluir natural de la vida, un parecerse al comportamiento humano
en la realidad. Es decir, su orden de actualización contrastaba con
la incapacidad de un soporte efectivo para manifestarlo.
Ya en Baal, Bertolt Brecht le brinda con sus armas teoricas y prácticas
(no importa, por supuesto, si desarrolladas con posterioridad a la escritura
de ésta, su primera pieza) un arsenal para precisar ese teatro, que pudiéramos
definir como de la cotidianidad extrañada, el cual, a mi modo de ver,
Celdrán anda persiguiendo.
Aunque la puesta trae el referente hasta la mismísima Cuba de los 90,
sin dejar de hablar del planeta a fin de siglo, rinde también homenaje
a Brecht al representarse en el sótano de una iglesia convertida en
sala de teatro, porque recuerda la propia condición clandestina, marginada
que va adquiriendo Baal; al tiempo que analoga, en el sentido teatral,
este tiempo a la época de aprendizaje del autor, cuando éste
descubría
en similares espacios el expresionismo, el cabaret y las vanguardias teatrales.
Pero a Celdrán le interesa más mostrar el drama interior del
hombre asomado al tedio, la desilusion y la soledad que acentuar el gran telón
al fondo de la obra: una Alemania sin salida después de la guerra.
Todos se adaptan a la hipocresía de las relaciones sociales, menos Baal.
Sin embargo, la cuerda se rompe en el forcejeo entre sociabilidad y aceptación,
tanto así que el cinismo y una actitud nihilista convierten al personaje
en un rebelde sin causa, en una víctima del desamparo. Por supuesto que Baal
no es un héroe ni mucho menos, pero Brecht lo focaliza como un condenado
tanto de la estructura social como de sí mismo. Ser humano sin destino,
hombre incapaz de encauzar su posible fuerza y protesta intelectual. Imagen
de un mundo sin capacidad de restauración ante un periodo transicional.
En algún sentido, Celdrán propone esta visión también
hacia el oficio del actor; juega con la idea de que el actor es aceptado aun
después de ba-jar a los infiernos (¿al sótano?) del alma
humana. Creo ver en ello una indagación acerca de la actitud ética
y del compromiso del actor (en un plano interno, profesional) y del hombre
(en un nivel social). Mas se puede leer además como el conflicto entre
la mirada edulcorada sobre la realidad del burgués y el político
tradicional versus la visión crítica de este teatro. Otro homenaje
dialéctico y artesanal en el centenario del autor de Galileo Galilei.
Ello se agudiza cuando pensamos en que la visualidad de este montaje no hubiera
resultado verosímil como referente nacional años atrás.
Nos habría parecido injusta, incierta o de otro mundo. Hoy es una realidad
inocultable. Marginados y excluidos conforman un segmento que explica, sin reducirlo
a Cuba, el reino de la basura, el nylon, las bolsas plásticas, el universo
de desechos; triste nuevo telón de fondo de esta humanidad donde es
imposible la vida. No proyectiles; industria del desecho.
Recoger esas imágenes es un privilegio inédito en el más
reciente teatro cubano, otra conquista dentro del paradigma de una identidad
no restringida a tópicos una y otra vez recirculados. Parece, y es,
una verdad de Perogrullo: nuestra identidad se ensancha en la medida que lo
hace
nuestra realidad.
Cómo se encuentra una química novedosa para mostrar esa dilatación.
Siguiendo al viejo Brecht, según la puesta. Carteles, canciones, cabaret,
desenfado son elementos asumidos dentro de una poética de juego infantil
servidora de una dramaturgia que funde, edita, traslada, esencializa, recrea
el original. Los actores, por su parte, no logran todos convencer en una in-dicada
manera de usar la voz. Esa eufonía irreal es un medio de extrañamiento,
mucho más difícil de asumir con organicidad, y no se puede convertir
en un fin sin capacidad significante. Otra respuesta del espectáculo
en cuanto a su construcción figura en el mejor establecimiento de esa
cualidad natural, fluyente del discurso, donde la convención crea la
teatralidad y no hay una búsqueda forzada de ésta. Podría
incluso decirse que, a pesar de lo desgarrante de la situación enunciada,
hay una voluntad de agradar a través de una belleza ríspida,
no cercenada por concesiones comerciales.
Para llegar, en fin, a Baal, Carlos Celdrán asume a Brecht
pasando por muchas fuentes teatrales asentadas en una lectura propia. No hay
más modelos
que los surgidos de una raigal actitud experimentadora. El director ha partido
de Argos, ya tiene nave propia y sabe tocar puertos. Y ha hecho un Brecht
cubano, como le gustaría al alemán que inicia su segundo siglo
en esta tierra bajo el séptimo cielo.