Lunes, 26 de abril, 2004



El talento vence a la intolerancia

AMADO DEL PINO

Argos teatro se ha caracterizado por preferir los grandes textos, ya sean clásicos o contemporáneos. Carlos Celdrán apuesta por la riqueza y complejidad del verbo como motivación esencial para desatar sus imágenes escénicas. Ahora asume una obra del francés Michel Azama (1947), Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, que puede verse de viernes a domingo en el noveno piso del Teatro Nacional.

Viajando del testimonio a la ficción, Azama nos ofrece un nítido retrato humano y artístico del legendario escritor y cineasta italiano. Como recuerdan las Notas al Programa, Pasolini debió librar una lucha incansable contra la intolerancia y la censura. La moral tradicional se sintió ofendida por la poética crudeza de su arte y tomó venganza hurgando, manipulando la propia intimidad del artista. La sucesión de procesos judiciales y escándalos culminó con la violenta, aún no esclarecida muerte del creador.

La puesta en escena de Celdrán impacta por su coherente sobriedad. Pocas veces en nuestra vida teatral puede hablarse de una selección tan ajustada de los elementos sobre las tablas y de una dirección de actores tan pulcra en su precisión. La escenografía de Alain Ortiz resulta de una espectacular desnudez. El suelo cubierto de gravilla y los pocos objetos utilizados dejan el campo libre a la esgrima de las ideas y las pasiones. Serena, exacta son los adjetivos que merece la banda sonora, firmada por el propio Celdrán. En el diseño de luces, Manolo Garriga consigue hacer recordar la atmósfera de una filmación cinematográfica. Logra, además, que la iluminación colabore con el flujo de los debates y las emociones.

El director apostó a la eficacia de su elenco que debió llenar un dilatado espacio y conferir vitalidad a un texto fluido pero abundante, complejo. En sus breves narraciones, descorriendo el imaginario telón de cada escena, Ileana Rodríguez apela a una gestualidad coherente con la precisión metafórica del montaje, pero deberá perfilar su decir, por momentos atropellado o inexacto. José Luis Hidalgo —un actor que he elogiado en otras ocasiones por su capacidad para las caracterizaciones—asume en esta ocasión dos personajes. En la primera escena vuelve a convencer por la vivacidad de sus transiciones. En el rol del juez, podría buscar más matices para la severidad del censor.

La versatilidad, el oficio y el encanto de Pancho García confieren al espectáculo unas gotas de peculiar humor, de sutil grotesco que se equilibran magistralmente con la agónica biografía de Pasolini. Complementando la sabiduría de Pancho, dos jóvenes actores colaboran con el ritmo eficaz de la puesta. Caleb Casas ha perfilado sus posibilidades histriónicas y logra una cadena de acciones límpidas, junto a un trabajo contenido, creíble en el plano emotivo. Fidel Betancourt enfrenta el papel más difícil de su breve carrera y lo saca adelante con sinceridad e inteligente distribución de su energía. Es de esperar que con la sucesión de las funciones logre la ligereza, la fluidez que no consigue del todo a partir de la segunda mitad del espectáculo.

Párrafo, aplauso y reflexión aparte merece la labor protagónica de Alexis Díaz de Villegas. Estamos ante la consagración, el arribo a la madurez de un intérprete. La ejemplar interiorización, la casi mágica alternancia entre la palabra, el gesto y el silencio, el virtuoso decir y, sobre todo, la sabia integración del pensamiento y el alma atormentada de su protagonista convierten a su caracterización en todo un acontecimiento en nuestro panorama teatral. Gracias a la entrega de Alexis, a la rotunda puesta de Celdrán, la escena cubana rinde homenaje al talento, a través de una apropiación del legado del indomable Pasolini.

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