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espectáculos

Estaciones de un largo día.

                                                                                          Carlos Celdrán

1.

1980. Todavía era estudiante de último año de preuniversitario, tendría a lo sumo 17 años, creo, pero no estoy seguro de ello, que ya había sido aceptado como futuro alumno del Instituto Superior de Arte (ISA). Sala Hubert de Blanck. Festival internacional de Teatro de La Habana. Un grupo de actores jóvenes de Matanzas, que después supe fueron lo primeros graduados de actuación del Instituto, presentaban una versión de La Emboscada de Roberto Orihuela  dirigidos por una actriz que había sido su maestra y la encargada, a su vez, de graduarlos con ese espectáculo, Flora Lauten. Cómo explicarlo, hasta ese momento tenía una idea del teatro bastante correcta, emocional, hermosa, desde niño mi familia me había llevado al teatro y tenía de éste buenos recuerdos, divertidos, familiares. Aquella experiencia de La Emboscada me hizo chocar, literalmente chocar, con el teatro visto como un juego real y poético a un tiempo,  con una artesanía nacida de un grupo, de un equipo de gente en presente, un teatro visto como provocación intelectual y sensorial, apasionado y elaborado en cada simple detalle, cargado de una energía  inusual e inesperada y eficaz, muy eficaz en el uso de sus elementos y sus efectos, por demás tan sencillos que parecían mágicos.

Cuando más tarde leí el texto de La Emboscada entendí realmente lo que Flora y su equipo habian hecho con aquella obra menor. La reescribieron escénicamente sin desecharla, no sólo incorporaron el viejo recurso del teatro dentro del teatro sino que dinamitaron la linealidad de la historia a través de juegos escénicos ingeniosos y canciones  que daban puntos de vista sorprendentes al tradicional decursar de la acción, con rupturas constantes de las situaciones y contrapuntos que relativizaban sin adornos gratuitos los presupuestos de la historia, con  imágenes  sencillas y pensadas introducidas en la narración para develar con su exactitud el sentido más contemporáneo de la historia.

La Emboscada fue el nacimiento de un lenguaje y de una forma de hacer y de entender el teatro en los años 80s en Cuba. El dispositivo de estrategias teatrales que puso en circulación ampliaron el concepto dramatúrgico de que podíamos disponer para bombardear la realidad y descifrarla. No sé que sucedería si volviésemos a ver el montaje ahora, seguramente sus recursos nos resultarian superados, la historia que contaba, vieja y el desempeño de los actores, inmaduro, pero el teatro no es para verlo después sino en el momento al que pertenece,  con la ansiedad y las obsesiones del momento que lo produce. Lo bueno de hacerse uno adulto es el tener más perspectivas para definir y reubicar las cosas que en un  momento dado fueron sólo acción, emoción y deslumbramiento, yo descubri allí, esa noche, algo sobre el teatro, sobre lo que podía ser el teatro y su capacidad para perturbar a la gente con la energía y la belleza inteligente de su lenguaje, cosa que reorientó mi vocación de un modo inequívoco. La Emboscada es una puesta casi olvidada en el trabajo de Flora pero yo creo que es, junto a Lila la Mariposa de Rolando Ferrer, su espectáculo  más influyente y renovador de cosas que nos faltaban en el panorama teatral de esos momentos. Hablo de un tipo de energía, un tipo de compromiso, un tipo de lenguaje poético y vital,  y a la vez nada trascendental, que nos hacía falta y que a tantos nos dió caminos y fuerza.  

2.

Estábamos en la Casona de Línea, encerrados en el pequeño salón de ensayos de Vicente Revueltas, éramos un grupo de alumnos del ISA,  quizás de tercero o cuarto año y le habíamos llevado a Vicente un texto mío que se llamaba La hoguera, un ejercicio de dramaturgia escrito para entrar al seminario de esa especialidad en la facultad de teatro, nos habíamos propuesto montarlo y a alguien se le ocurrió que Vicente podría estar interesado en hacerlo. Cómo nos pareció normal  esa idea, no me lo pregunten, pero el hecho es que se lo llevamos y le pedimos simplemente que nos lo dirigiera. Hasta ese momento Vicente no formaba parte del claustro del ISA, algo increíble que nosotros con nuestra osadía obviamos y solucionamos de un plumazo. Ahora estábamos allí con él, sentados en un círculo en el suelo de madera de aquel estrecho  salón de ensayos, atentos a sus palabras, las palabras de un maestro de verdad. Vicente en dos minutos nos convenció sabiamente de que mi obra no valía la pena de ser montada y nos propuso, a cambio de esto, entrenar juntos. Él y nosotros. ¡Imagínense!. Ni siquiera dudamos un instante y aceptamos, entusiasmados, su propuesta. Todavía recuerdo las rutinas de ejercicios de aquellas sesiones de entrenamiento que en lo adelante ocuparon completamente nuestro tiempo libre y en general  todo nuestro tiempo. No sé si fue en la segunda o tercera sesión cuando Vicente nos habló de su vida, fue un largo monólogo que nos dejó sin habla y hechizados, habló con libertad absoluta y desconocida para mi de su infancia, sus agonias y confusiones de adolescente tímido y solitario, de sus traumas iniciales con el sexo y la evolución y fijeza de sus obsesiones en este sentido, de su homosexualidad y la  visión que desde ella tenía del arte y la vida, de sus viajes de aprendizaje y de artista joven y pobre a la Europa de los 50s, París, Roma, las amistades y los encuentros más influyentes en su formacion, sus ídolos y sus referencias, Gerard Fillipe, James Dean, El Living Theater, el teatro y la pasión personal entremezcladas en un río de imágenes de una intimidad deslumbrante, minuciosa y sensorialmente reconstruidas por él con una lucidez y una capacidad de instrospección únicas. Hasta hoy recuerdo aquella confesión que nos hizo como algo grandioso. Como un acto y un regalo que nos ubicó de plano en otro planeta, que digo planeta, en otra galaxia (1). 

Cuando avanzaron los dias me di cuenta de que toda aquella larga confesión no había sido del todo gratuita, a cambio debíamos dar la nuestra, sino ya en  palabras como lo hizo él, al menos a través de los ejercicios de la clase, sobre todo en aquellos que él llamaba de confianza. Confieso que para mí fue algo aterrorizante, la mímesis en público de tus máscaras y tus defectos personales se convietieron en práctica frecuente. La exposición y el riesgo eran los stándares a alcanzarse a diario. Algo doloroso de aceptar, sin duda, y mucho más de hacer. Pudoroso y tímido hasta lo defensivo comencé a involucionar rápidamente en el trabajo, en un momento determinado no fui más escuchado por Vicente a quien  le dejó de interesar mi intelingencia y mi capacidad para sortear los escollos con las palabras y las teorías, quedé relegado al fondo del taller, el cual de seguro no abandoné simplemente por orgullo. Comencé a observar y a callarme, a sufrir en silencio en una esquina. ¿Qué quería aquel hombre de nosotros y de mí?. Claro que ya lo sabía, lo supe desde el primer momento que llegue allí. Lo sabíamos todos. Quería la verdad, la autenticidad más profunda de cada uno de nosotros. El problema concreto para mi era entonces cómo dar esa utenticidad, cómo de veras darla sin salir dañado en el intento.

Las improvisaciones comenzaron a ser llamadas experiencias, se iniciaban y el grupo se embarcaba en un viaje colectivo de relaciones e intercambio, duraban horas y nunca eran detenidas sino por el propio Vicente, las situaciones surgian y se imbricaban entre nosotros, las estrategias ascendian y se amortiguaban entre cantos, susurros, gritos y contactos físicos, a veces caian objetos dentro del área de trabajo que daban la posibilidad de crear asociaciones colectivas con ellos o también con personas como ocurrió una mañana que tuvimos dentro del salón a la hija de la mujer de la limpieza, una niña curiosa que se convirtió por algunas horas en la Alicia de una intensa fiesta misteriosa en su honor. Al final de estas experiencias no se hablaba de nada técnico o artesanal, de nada preciso o “profesional”. Descubrí que Vicente las usaba, las inducía, las dejaba desarrollarse como sesiones de apertura para la  libre asociación del actor, o quizás como el germen de  su idea de lo que debería ser un grupo ideal en sesión más allá de las censuras y reglas cotidianas de conducta. De paso nos estudiaba y nos conocía en esa dimensión dilatada. Yo continuaba falazmente cumpliendo mi papel dentro de ellas pero disociado, paralizado del todo.

Un día esperábamos por Vicente que extrañamente se retrasaba, cuando entró al salón venía jugando con una rama de árbol que  traía en la mano como un bastón, aunque realmente parecía que traía un perro o un cachorro con el que hablaba o farfullaba algo indescifrable, todos nos callamos y aceptamos el juego, estaba improvisando, luego continuó haciendo cosas, pequeñas situaciones que al instante siguiente mutaban en otras por el estilo, los estados de ánimo también cambiaban y se esclarecian, en el clímax de aquello abrió de golpe una ventana, las ventanas de esa casa son enormes y antiguas, y contra la cortina de agua que caía afuera comenzó a hablarle al vacío y a la lluvia en una gerigonza  desesperada pero muy coherente al mismo tiempo, tomó, entonces, por la muñeca a una muchacha del grupo y la puso contra la pared, cerca de la ventana y la lluvia, frente al susto real y al terror reflejados en el rostro de ella descargó toda su furia verbal, su desconsuelo o algo cercano a todo eso. Cuando por fin  se detuvo hablamos mucho de Ofelia y de Hamlet y de su “vete a un convento”, de lo que cada cual vió, o supuso que vió en la improvisación. El simplemente dijo que se había sentido en confianza para hacerlo. ¿Cómo hizo aquello?, ¿Cómo lo podría repetir?. ¿Cómo aprender a hacer eso?,  ¿esa sensacion de realidad, de milagro único y vivo, ese miedo de ella, esa furia angustiosa y neurótica de él? ¿Cómo llegar a tener esa confianza, esa relajación?. Para Vicente bastaba con el haberlo experimentado. Mañana será distinto y ya ésto no servirá de nada.

Semanas después, cuando terminé de hacer el ejercicio del árbol, los que han leido El Teatro Pobre de Grotoswki sabrán a que ejercicio me refiero, sentí a mi alrededor un silencio extraño, abrí los ojos y ya todos los demás habian terminado el suyo y me observaban sentados en el suelo, los ojos de Vicente estaban clavados en mi, iluminados. Días después, en una sesión de trabajo en su casa, me dijo en un aparte, “en ese momento por primera vez te ví”. Ver quería decir que vió algo esencial mío allí, pero ¿qué vi yo en ese ejercicio?,  lo cierto es que me olvidé de donde estaba y vi cosas, me concentré en ellas por unos instantes, sensaciones simples como el viento que me daba en las ramas y las movía con suavidad y el sol en el horizonte, me entretuve un rato en ver el horizonte desde mis ramas más altas, un momentico  que bastó para que todos acabaran sus ejercicios y tuvieran que esperar por mi durante minutos. Entonces ¿eso era ser yo en el escenario?,  ¿robarme el tiempo o darme el tiempo de sentir el viento en mis ramas o de ver el sol poniendose en el horizonte?.Vicente empezó a dedicarme más atención, comenzó a hablarme de Gurdief y de Auspenki, aplicando en mi caso las teorías de estos maestros, a los que adoraba y en los que creía fervientemente, estaba claro para él que mi centro intelectual mataba mi centro físico y mi centro emocional. Los sofocaba con algún peso adicional e impuesto sabe dios por cuantas presiones y tensiones acumuladas. Fueron muchas  horas las que  invertí en tratar de deshacer ese nudo de centros atrofiados que él veía y sentía en mí y que hasta me dibujó como un gráfico de círculos en un papel, horas de sesiones y de experiencias en las cuales no sé si avancé o retrocedí pero donde me sumergí en un silencio asociativo desconocido antes para mí. No sabía si estaba aprendiendo o perdiendo el tiempo, simplemente comencé a obedecer una regla de juego incierta y absorbente. La atención de Vicente se volcaba de muchas maneras  diferentes sobre sus discípulos, en mi caso fue el placer y la curiosidad de estar desarmando una estructura que él consideraba escondía, como una falsa coraza, un alma y un espíritu más plenos y espontáneos que los que se le presentaban, ese era su ajedrez favorito, jugar a estudiar secretos y tensiones.

No había regla, ni  pauta precisa, ni indicación técnica clara para  ayudararte a buscar el estado que pedía la sesión de hoy, la que empezarías ahora mismo.  Aprendí a empezar dejándome llevar por lo que apareciera en el instante, “confia”, te sugería, entonces pasaba que en algún momento del ejercicio comenzabas a asociar, a transformar la realidad, a transformar los objetos cotidianos en símbolos acabados de nacer dentro de estados emocionales que afloraban inesperadamente desde un fondo que no podias ya racionalizar. Siempre había una tetera humeando y un té sobre una estera en el suelo, se tomaba una tasa antes o después de empezar a deslizarnos hacia la otra realidad, no había para esto momento fijo ni orden alguno, empezaba sólo cuando dejabamos de hablar y aparecía el espacio intermedio, ya a estas alturas las sesiones podían ser en la Casona de Línea o en su estudio personal frente al Malecón, a Vicente se le podía visitar a cualquier hora, llegábamos para conversar, para oirle sus consejos a los que ya éramos adictos o sus comentarios radicales sobre lo que pasaba en La Habana y sin darnos cuenta ya estábamos trabajando, las barreras entre la vida y el teatro se permeaban y se imbricaban porque él siempre estaba listo para recibirnos y para trabajar, no tenía otra vida privada que no fuera esa, improvisar entre la realidad y el teatro que soñaba, un teatro que fuera la vida, que la supliera o la intensificara a cada  instante. Siempre vestido con la misma ropa, con sólo una cama y unos pocos muebles desvencijados, su estudio y su vida tenian, en ese entonces, un aire de provisionalidad total donde nada material era importante y donde todo era suceptible de ser usado. Cosas, libros, adornos, paredes, muebles, personas, lo que fuera, lo que estuviera a mano.

 Ya estábamos tan lejos de aquella primera idea de querer montar mi ejercicio de dramaturgia que me preguntaba cómo era posible que hubiésemos pensado alguna vez  que estábamos listos para hacer algo así. Que ilusos, no estábamos listos ni lo estaríamos en mucho tiempo, quizás nunca, además para qué nos hacía falta el público ahora, qué cosa era el público, para que lo necesitábamos a fin de cuentas. Así estábamos cuando Vicente nos anunció que teníamos que parar el taller para ensayar de inmediato la reposición de Galileo Galilei de Brecht con los actores de Teatro Estudio. “¿Por qué?”, preguntamos. Necesidades del teatro. Y hacia allí nos fuimos.

Lo primero que descubrí al llegar allí era que a Vicente no le interesaba dirigir convencionalmente a los actores de su teatro, éstos, de modo general, tampoco estaban interesados en sus obsesiones y experimentos personales, en lo que llamaban sus “locuras”, “las locuras de Vicente”, el método de trabajo profesional de él en esos momentos difería completamente del que exploraba en sus talleres con sus discípulos. No había entre estos dos mundos ningún puente de comunicación, ningún tipo de vocabulario. Absolutamente. Eran dos personas distintas y excluyentes, al menos en ese proceso de montaje del que fuí testigo y partícipe. Sentado frente al elenco apenas intervenía en lo que pasaba, los asistentes levantaban con rapidez el diseño de movimientos de esta reposición ya bastante conocida por ellos, nosotros conformamos un coro de Andreas Sarti y nunca logramos saber bien, a nivel de pauta concreta y personalizada, qué se esperaba de nuestra presencia allí. Lo sabíamos, claro está, éramos el elemento “provocador”, “el ruido” de la versión, la “estrategia de Vicente” contra el tedio y la rutina del elenco de planta del teatro pero ésto no logró articularse y crecer  más allá de sus intenciones obvias- nuestra “juventud”- en el tejido dramatúrgico profundo del montaje.  Vicente todas las noches  jugaba o ensayaba como actor con su Galileo frente al público, era curioso y sorprendente verlo hacer esas cosas pero la sensación de que todo estaba desunido, de que cada quien alaba la soga hacia su lado y de que él se movía en soledad por un valle minado era grande. La crítica elogiaba aquello, el público venía a vernos pero nada suplía el desconcierto esencial. La indisciplina, el anarquismo y la competitividad hacían de las suyas cada noche, algo bastante alejado del teatro con el cual soñábamos. Después de una función un grupo de nosotros le pidió una reunión y le expusimos nuestras dudas. “Este es el reflejo de como estamos en este momento en el país, es una imagen, una metáfora de lo que nos pasa”. Fue su respuesta. “¿Y para qué está el arte, el teatro?”, creo que farfullé o pensé.  Para mi fue el inicio del final  de mi  conexión con él , continué un tiempo más dentro del grupo de los que fuimos a buscarlo pero ya como un crítico de cuanto veía y pasaba a mi alrededor. Volvía a sentirme como el que observaba en una esquina al principio de mi llegada pero ahora desde un punto de la espiral bien diferente. Hasta que dejé de ir, de necesitar estar allí.

Cuando, después de años de trabajo duro e intenso por aprender en otras experiencias y con los actores que he trabajado, las claves técnicas y prácticas del oficio y de la artesanía  de la escena, y de su lógica propia y de su espacio definido con relación a la vida, miro atrás,  lo veo siempre  improvisando aquel Hamlet en jerigonza, junto a aquella ventana de la Casona de Línea y reconozco que su influencia fue y es decisiva en lo que aún no logro alcanzar a pesar de lo que ya he hecho y por lo que lucho denodadamente, la realidad de la experiencia, el instante total y rotundo que él buscaba en aquellos ejercicios con nosotros pero casi secretamente, clandestinamente, a puerta cerrada, bajo el signo de la cofradía y la devoción juveniles, éso que buscaba como un adicto, como un inconforme de lo que veía  a su alrededor y no sabía o no podía guiar y transformar sistemáticamente a gran escala y profesionalmente con su teatro y sus actores sin exponerse al peligro y a las consecuencias que implicaba romper en esos momentos las reglas establecidas socialmente o por sabe dios cuántas cosas que no excluyen sus propios demonios y sus propias limitantes, esa transparencia y verdad de una experiencia  de la que él es, entre nosotros, y sin cuestionamientos, y citando a Cortázar, el perseguidor.  

3.

Lo estábamos esperando, la exitación era grande y casi no lo podíamos creer. A esa hora de la tarde en el Elsinor, la facultad de teatro del ISA, ya no quedaba nadie excepto nosotros, un grupo de estudiantes de teatrología y puede que dos o tres de actuación que con mucho misterio estábamos al tanto de  que él llegaría o que más concretamente vendría a esa hora conveniente a vernos a nosotros, a conversar extraoficialmente con nosotros y con nadie más. Ya conocíamos su libro, lo habíamos discutido hasta la saciedad en la clase de Helmo Hernández (2) que fue quien nos introdujo primeramente en sus teorías y sus visiones del teatro  y el responsable de aquella cita con él. Sabíamos de memoria cada  término técnico  escrito en su libro, cada historia, cada pasaje. Nos desgastábamos tratando de llevar aquellos términos a la práctica, de decodificarlos y traducirlos en acciones y rutinas de ejercicios en un taller que a la sazón habíamos creado en un horario extracurricular. El libro en cuestión era Las Islas Flotantes y el esperado, su autor, Eugenio Barba.

 

Por fin llegó, la primera sorpresa al verlo aparecer fue su imagen en sí, traía puesto unos jeans ajustados, unas sandalias indúes de cuero, un pulover rojo ceñido y un paliacate mexicano del mismo color anudado al cuello, joven, atlético, sonriente, algo extravagante, medio gitano o hippi de los 60s pero muy pulcro, la mochila al hombro como uno de nosotros, con su piel pulida y olivácea y sus ojos grandes y penetrantes no se parecía a nada que pudiéramos relacionar con un maestro de teatro, él encarnaba algo que era desde ya otro territorio, otra cosa. Caminó hacia donde estábamos y nos saludó, luego nos sentamos alrededor de él en un aula desierta y nos preguntó de golpe, ¿“para uds. qué es una acción?”. Improvisamos respuestas. Le respondimos con sus propias palabras sacadas del libro. Sin transición lanzó súbitamente contra el suelo un maletín que estaba a su lado y que cayó a unos pocos metros de distancia, “¿esto es una acción?”, preguntó acto seguido. Silencio. Nos había tomado por sorpresa. No recuerdo ninguna otra palabra de las muchas que allí nos dijo aquella tarde en nuestro primer encuentro a principios de lo ochentas, sin embargo tengo grabada la impresión particular que me produjo aquella acción inesperada. El poder de aquel gesto que definía lo que él buscaba en el teatro más  que cualquier palabra posible.

Antes de irse de Cuba esa vez entregó individualmente a varias personas que había conocido un caracol de mar, levemente solemne me dijo al darme el mío, “me lo devuelves cuando regrese”. Por supuesto que el número de personas elegidas para darle el amuleto fueron simbólicamente doce. La evangelización estaba en marcha.

 Su primer viaje fue breve pero fue suficiente para que redobláramos la fé en nuestra pesquisa y en él. El training, las oposiciones, los desequilibrios, la fragamentación del cuerpo, las leyes de la preexpresividad y de lo extracotidiano, el uso y modulación de la energía, su concepto de la accion, las imágenes y las equivalencias físicas del teatro oriental fueron en los meses siguientes términos obsesivos y parámetros que nos sumergian en un estado de febrilidad constante, trabajamos  hasta el agotamiento por construir un trainig vocal y físico que de algún modo se acercara  a lo que el describía como el comportamiento escénico de sus actores  en el Odín Teatret. Queríamos aprender y rápido, nos machácamos el cuerpo, improvisábamos y discutíamos sobre lo que suponíamos era la cosa.  Los demás alumnos de la escuela comenzaron a llamar irónicamente al taller que seguíamos en la clase de Helmo el de los Barbianos. Para qué decir que desde éste nuevo prisma todo lo que veíamos a nuestro derredor en el teatro comenzó a parecernos sospechoso. La teatralidad convencional empezó a ser insuficiente para nosotros. Los códigos de comportamientos realistas se nos hicieron sencillamente inadmisibles, impensables, absoletos. En su segundo viaje prometido trajó los videos del entrenamiento de sus actores.  Se proyectaron en una salita del ICAIC donde se reunió parte de los directores del teatro cubano de ese momento, Barba, entonces, habló en público de política y disidencia y fue la estampida. Era típico en un provocador como él hacer aquello, no obstante, allí teníamos, por fin, en la pantalla las imágenes de lo que aspirábamos a convertirnos, aquellos cuerpos que se entrenaban en un salón blanco, sobre esteras de goma, unos cuerpos alargados y espiritualizados como figuras del Greco  pero sobre todo estaban  las improvisaciones de una actriz escandinaba, Iben Nagel Rasmussen, que con su modo de exponerse encarnaba la idea pasional de todo aquello. Pero el taller acabó. De repente fue cerrado bajo las presiones y desconfianzas que  provocaba su existencia en un recinto académico como el ISA, no obstante ya el Caballo de Troya había entrado en la ciudad y la conquista era imparable.

Cuando vino por  tercera vez ya yo trabajaba como profesional en el Teatro Buendía. Trajo al fin un espectáculo: Judith., lo ví como tantos una noche de calores y apagones contínuos en el Hubert de Blanck. Roberta Carrieri era la heroína bíblica. ¿Quién no la recuerda sobre todo de esa primera vez?. Su pelo negro largísimo batido por el viento del abánico que como  Medusa o la cabeza degollada del guerrero traducian, a su vez, la huida y la carrera de la protagonista tras el crimen, los parpados voltaeados en blanco de los sabios de la tribu, las imágenes celedoiscópicas de las peinetas nacaradas de su toilet, la luna apresada en el terciopelo color sangre de su bata, la cabeza tallada de Olofernes y alfilereada como un fetiche, los ojos en trance, los ojos posesos, los ojos hirientes o dormidos de Roberta, la cualidad de idiogramas de sus acciones físicas  se convirtieron en un catálogo de citas de las que se llenaron todos nuestros espectáculos siguientes y no sólo los nuestros, una fiebre de copias y de imitaciones surgieron por doquier como un  desbordamiento, como una fiebre de contagio para la cual nadie tenía explicación ni cura. En los años que siguieron fue la moda y el credo de los pequeños proyectos que proliferaron por todo el país hasta la saturación, la neutralidad y la retórica. Fui testigo y partícipe de ésta progresión, no obstante, mi antídoto personal en ese entonces fue hacer y estrenar Safo con Antonia Fernández bajo la obvia e innegable influencia de su modelo. Mi antídoto fue hacer algo y pronto. A como diera lugar, sudar aquello que me posesionaba. Producir algo propio con ello, algo nuestro- hablo de ritmo, de temas, de historias, de canciones y mitos cubanos- y decantar. Decantar, quemar etapas. Lo que resultó ser un largo y complicado ciclo de negociaciones y reaprendizajes por mi parte.

Aún hoy leo los libros que él escribe, sobre todo los de memorias. El que le dedicó a Grotowski, su maestro, es emocionante. He visto disciplinadamente sus restantes espectáculos cuando los ha traido a  Cuba en sus muchos viajes posteriores, sin embargo algo curioso ha pasado desde entonces: ya no despiertan aquella inquietud y aquel fanatismo que produjo en nosotros en los años 80s, como tampoco sus libros o sus teorías producen ya el mismo efecto movilizador, lo curioso es que estos libros están a la mano de cualquiera, los estudiantes del ISA tienen acceso libre a sus escritos, incluso se los incluyen  como bibligrafía obligatoria en la carrera de teatro y paradójicamente no les interesan o no les apasionan, nosotros por el contrario nos pasábamos de mano a mano con ansiedad las ediciones de sus libros en cuanto llegaban a Cuba, los fotocopiábamos, los leíamos en equipo, estudiábamos sus videos, era una fortuna o un tesoro tener copia de esos videos, asistíamos a sus talleres, a sus demostraciones de trabajo, a todo lo que nos acercara  a su técnica,  ahora los jóvenes, si acaso ven esos videos  les resultan interesantes como algo más dentro de otras cosas por ver o no les resultan interesantes para nada. ¿Qué ha pasado entonces?, ¿Cuáles eran las condiciones que hicieron que fuera así entonces su recepción  y cuáles las que determinan que ahora sea tan diferente?, ¿Por qué nos golpeó tan fuerte a nosotros hace una década o más?, ¿Por qué nos costó tanto darnos cuenta después de que era un error asociar el teatro a una estética y a una visión única del asunto?, y no porque haya sido exactamente un problema estético o teatral lo que estaba en juego, eso al final de cuentas es relativamente secundario, sino por algo más profundo y crucial vinculado a la realidad y a la responsabilidad que tenemos con ella, es decir con el presente y la forma de presentarlo y desentrañarlo en escena de una manera que sea capaz de enfrentar  los dilemas sociales que nos acosan y de develar los comportamientos precisos que generan en sus protagonistas.

¿Fue, entonces, un fenómeno que tuvo un momento y  una particular necesidad de existir?,  ¿la tuvo?, ¿la tendrá de nuevo?,  ¿ cuál es, volviendo sobre éste tema tan manido otra vez, el río invisible que divide a las generaciones y  sus obsesiones?, ¿somos ya una generación que tuvo obsesiones?.

¿Su aventura teatral y su polémico paso por entre nosotros y que aún no termina, qué nos ha aportado realmente?, ¿podremos analizar éste aporte serenamente?. ¿Existe una transmisión coherente de ese legado actualmente?. ¿Es un legado semejante al de otros maestros anteriores como Stanislavski, Brecht que tanto marcaron la escena moderna cubana y que tan grandes espectáculos provocaron entonces con su impacto en la memoria colectiva?, ¿ es un sistema abierto o sólo un entrenamiento técnico?, ¿ es un dispositivo para entender la naturaleza de la realidad en su conjunto o una arqueología de algunos principios físicos, comportamentales, que retornan en el trabajo del actor o de un tipo de actor dentro de un tipo de teatro o de cultura?,  ¿fue una artesanía que se desactivó?, ¿que pasó?, ¿que se cerró sobre si misma, neutralizada?, ¿o que se fusionó en otras búsquedas y que reaparece como un sustrato asimilado?, ¿ sería esa desde siempre su misión, ser ese sustrato y no nos dimos cuenta, redimensionándola?

Creo que aprendimos muchísimo con Barba,  era un enfoque el suyo desde un costado no previsto, algo de lo que carecíamos en el panorama, de ahí su impacto inicial, dilató la pupila, puso el énfasis en los bordes técnicos del oficio y los tensó hasta el rojo vivo. Fue de todos los maestros europeos recientes el único que pagó por venir a trabajar  gratis a esta isla en su momento personal de mayor efervecencia , a  darnos como una misión parte de la sabiduría que había aprendido y recolectado en sus viajes por el mundo teatral de su preferencia,  verdad  que un misionero bastante proselitista y parcial, pero de veras urgido por la pasión de ese teatro como alternativa, resistencia y libertad para la gente inquieta. También nos mostró un modelo y una estructura de grupo sólida y autosuficiente. En esos primeros años aprendimos viéndolo, escuchándolo, negándolo. Fue una tensión necesaria, una especie de  invasión vikinga, su dios es Odin, no lo olvidemos, dios de la guerra, que nos acercó, otra vez, el Oriente y el Occidente, trajo opciones, información, asociaciones, ideas, utopías, paradojas, modelos, referencias y también dogmas, parámetros, reduccionismos. Pero los buenos invasores se retiran y quedan sus caminos integrados y asimilados al paisaje. Un provocador y un guerrero. Un político y un artista. Un  comunicador y un estratega. También aprendimos eso de él. Las caras ocultas y simultáneas y no siempre placenteras del oficio de ser un Maestro.

Ya no reclamo su ayuda cuando dirigo mis espectáculos aunque ¿qué director fuera hoy sin la estación que pasé bajo el rigor de su mirada?.

4.

Le pedimos permiso para asistir como observadores a su taller que ya había comenzado hacía algunos días. Nos dijo que sí pero sin derecho a opinar o a intervenir. Machurrucutu,  poblado en las afueras de La Habana, sesiones de La Escuela Internacional de Teatro Latinanoamericano, un verano a finales de los ochentas. Andrés Pérez era ya el director de La negra Esther, y por supuesto el actor de Gandhi en la Indiada de Ariane Mnouchkine. Nos sentamos, Flora y yo, en una esquina del aula y comenzamos a observarlo dirigir, sí, porque justamente eso fue lo que hicimos en lo adelante y de eso se trato todo el tiempo que estuvimos allí, de verlo dirigir. Había anunciado un taller de máscaras italianas pero rápidamente nos enteramos que las había desechado al constatar el estado de información del grupo. Las máscaras de La Comedia dell Arte descansaban sobre una mesa a la espera de que quizás pudieran entrar en juego si el grupo lograba afinarse como para asumir esa experiencia. Nunca fue necesario hacerlo.

Después de un calentamiento físico en la mañana se pasaba directo al trabajo, los actores, por turno, presentaban un personaje creado por ellos que ya debía estar, al presentarse, completamente vestido- para eso tenian todo tipo de accesorios e indumentarias en el salón- maquillado y cargado con una emoción, al menos una emoción simple como cólera, alegría, dolor, etc, para empezar a narrar la historia que habian elegido de Las Memorias del Fuego de  Eduardo Galiano, texto obligado con el que trabajaban todos los restantes talleres de la escuela. No tenian al principo que aprenderse la letra de memoria, la traian en la mano y le echaban ojeadas de tanto en tanto una vez que ya se presentaban frente a Andrés y a todo el taller que funcionaba a su vez como público, a partir que este ser entraba al ruedo Andrés comenzaba a trabajar, es decir, a comunicarse con esa criatura, a escuchar con toda sus antenas, a perseguir el fuego o la vida posible que este ser, esta visión del actor, su otro, portaba o carecía. Hablé de antenas, y es lo más preciso que puedo decir para definir la cualidad de antención de Andrés, él era como un gran insecto dotado de antenas y radales que se imbricaban con ese ser que aparecía ante él, escuchaba con el cuerpo, con los ojos, con la manos, con la intuición, con una zona de la energía que hechizaba y abría un espacio para avanzar hacia lugares de mayor hondura donde el actor era conducido o inducido por él  en una sesión que no paraba y dentro de la cual se hablaba, se discutía, se pensaba en voz alta, se gritaba, se reía pero siempre sin romper ni dejar entrar la cotidianidad; se suspendía la realidad y era todo puro diálogo creativo entre él, el grupo y el ser que estaba naciendo y encontrando su destino frente a todos, como en una cirugía a corazón abierto donde los cirujanos valoran y toman decisiones pero donde cada escisión está intensificada por la gravedad de lo que está en juego: el nacimiento o la muerte de un personaje, el instante donde algo puede surgir o quedar sepultado para siempre. La emoción y la imagen clara del personaje eran requisitos para entrar pero de ahí en lo adelante el personaje navegaba al realcionarse con él y con el público hacia cosas impredecibles hasta para el actor mismo. Este siempre debía narrar, Andrés no los dejaba generalizar o regodearse en sus sentimientos, “narra, pero desde la emoción”.Él  tenía un ojo entrenado por el diablo para ver en el cuerpo de los actores el más mínimo movimiento del alma y hacérselo saber al instante para poder traducirlo en un comportamiento concreto que hiciera conciente al actor cómo esa pequeña acción casi insinuada en su cuerpo era la portadora, la transmisora de la alegria o el dolor o la ira que sentía, su habilidad era tremenda para que el alma  y el cuerpo de los actores encontraran su unidad en un pauta precisa que iba naciendo y redondeándose en las brasas de este fuego cruzado y no desde la razón o la frialdad posteriores, asi iba induciéndolos a traducir sus emociones en acciones e imágenes y composiciones de todo tipo cada vez más sofisticadas o poéticas pero siempre  nacidas y pobradas por su eficacia de mantener la atención del  público, que activamente se imbricaba en ello, participaba, aportaba con sus reacciones naturales. En muy pocos dias aquellos actores diversos comenzaron a manejar un lenguaje teatral de acciones, composición e imágenes muy elaborado que nunca resultaba artificial o impuesto sino todo lo contrario: cargado de una visceralidad y organicidad contagiosas y que tenian su origen en el método y en la temperatura de esas sesiones donde Andrés se abandonaba a un diálogo con la vida y el teatro que aspiraba hacer pero sin espectativas ni tensiones. Él sólo esperaba que la vida del actor lo sacudiese con su particularidad, con su humor o su desgarramiento, con una imagen sencilla pero posible, él sólo era el público ideal en el momento decisivo de la representacion: “eso”, “eso”, decía continuamente, casi silabeante, eufórico y crítico a un tiempo y poseido del actor y de su aura, “la emoción, sigue en tu emoción pero narra, miranos a los ojos, no te quedes con ella, cuenta lo que te pasa, para eso estas aquí, a eso has venido, a contarnos algo, es en el pié, en los ojos, en tu dedo izquierdo, ahí está la cosa, fíjalo, repítelo, separa el texto de la acción, retarda esa mano, detente, acelera ahí, ¿y la emoción?. No cortes con ella, escúchame, trabaja, relacionate con el músico, con todos los presentes, pero no cortes, estamos operando, somos cirujanos, cuidado, manten tu concentración y no te canses, se llega a lo desconocido por la emoción pero hay que trabajar duro y hay que fijar para que no se pierda lo alcanzado”. Al día siguiente cuando pasaban de nuevo frente a él comenzaba nuevamente a escuchar, a esperar que lo sacudiese la vida particular y renovada de los personajes pero ya los actores comenzaban a repetir mecánicamente lo logrado y él lo echaba todo abajo, desepcionado, aburrido, “ya se ha muerto, sirvió quizás para que pasáramos a otro lugar más definido pero no hay por qué aferrarse a ello”. Debían volver a nacer las cosas como la primera vez u otras  nuevas que se desprendian de ellas al calor del último minuto, “eso ya murió y ésto es lo que es ahora, aceptémoslo y trabajemos”, Así hasta que tras un tiempo e insistencia los actores comenzaron a adquirir esa disciplina o ese músculo interno de vivir todos los días el proceso real de sus emociones y acciones, entonces las pautas comenzaron a decantarse y a fijarse como el trampolín que eran para el momento definitivo en que tendrian que evaporarse frente al publico. “¿Ven esas tres viejecitas que rien hasta morir por algo que es insustancial?”-hablaba de tres personajes que improvisaban, tres actrices que por un simple descubrimiento comenzaron a reir y contagiaron a todos con su risa limpia y pura- “rian mas”,les dijo entonces, “no lo corten, muéranse de risa pero narren, hablen, cuéntennos su historia desde ahí, desde  esa risa primera y liviana, desde esa felicidad primordial,” “pues uno va al teatro a ver como tres viejecitas como esas rien y son felices de verdad, por nada más, ésa es la razón por la que el teatro nos fascina y es importante”.

Andrés era un improvisador, un jazzista, un conductor magnético. Transmitr técnicas, oficio y sabiduría era algo natural en él, algo para lo que estaba dotado con una sensibilidad atenta sólo a lo que estaba vivo en el instante, lo que funcionaba porque era eficaz y comunicable cién por ciento. Al final me dí cuenta de que tenía todo un gran plan maestro articulado, unas ideas muy precisas de lo que buscaba presentar como resultado al público de la escuela pero de ello curiosamente jamás nos dimos cuenta en el proceso porque nunca llegó y montó o mostró algo. Algunos de los presentes a la función final del ejercicio de su taller en Machurrucutu me hablaban del parecido que veian con el trabajo de su maestra Ariane Mnouchkine y fue atacado por ello injustamente, con algo de celo en el ambiente, en el debate al día siguiente de la presentación. Para mí, sin embargo, esa fue otra prueba más de su maestría, él nos transmitió su visión del teatro, los principos de su escuela y hasta su estética sin jamás pasar por encima de nadie, jamás nos puso un modelo para repetir que no naciera del descubrimiento en caliente de los actores, incluso desechó cosas que no serian entendidas por ellos y unió al equipo en una visión y un nivel de compromiso real con las historias de Galiano. Una lección de cómo uno puede ser quien es y dejar que los otros crezcan  y se articulen a ese mundo que tu portas como una identidad cambiante y permeable. En mi caso verlo dirigir no fue un acicate para repetir sus hallazgos estéticos o sus soluciones de última hora sino para aprender de su modo de escuchar, de ver, de respirar y perseguir el hálito de la vida en el momento que nace en el actor como un impulso y  que peligra con morir si no lo apoyas y alimentas sabiamente hasta convertirlo en un comportamiento concreto. Él nadaba en una especie de vacío sólo guiado por la confianza de que la vida orgánica le guiaría hacia la forma que esperaba lograr, hacia la belleza y el sentido que soñaba aparecería si todo estaba bien preparado. Él creaba entonces las condiciones, la temperatura, las reglas, la necesidad para que el milagro y la creatividad se objetivaran, se hicieran posibles, para que un ensayo fuese una sesión y un organismo único que vibra al unísono y con un voltaje exultante.

Todos los que vieron La Negra Esther, cuando muchos años después la trajo a La Habana, entenderán lo que digo, y eso que ya el espectáculo venía cansado tras tantos años de reposiciones y cambios de elenco. Pero allí estaba Andrés actuando, él era la imagen de esto que cuento, la creatividad y la precisión de alguien que trabajaba sobre lo que estaba vivo sin reducir esta noción a un estilo, sea realista o poético, en particular, sólo eficaz y vivo, simplemete eso, y altamente comunicable y teatral. Al verlo actuar supe al instante como había sido el proceso de trabajo de ese espectáculo, imaginé las sesiones que dieron origen a cada personaje y a cada solución. El diálogo que ocurió allí, la intensidad y la presión de brazada que los animó. La misma experiencia la tuve cuando ví el video del proceso de montaje de Tartufo del Du Soleil dirigido por Mnouchkine, era ya  un lenguaje cercano, entendía a la maestra por los destellos de su alumno pero ví también las diferencias, las hermosas diferencias que los hacian personales y únicos. Ariane esperaba que surgiera la chispa en el actor, después que ésto sucedía ella provocaba un incendio, un paisaje nuevo, como su alumno, su actor, el hijo mayor que saltó su valla dorada para convertirse en el parte aguas del teatro chileno.

5.

1993.Al terminar la función de El hombre que... de Oliver Sack rodeamos en la platea del Bouffes du Nord a Peter Brook, su director, y nos presentamos como teatristas cubanos, asi no más. Éramos el grupo de personas del Buendía que habíamos hecho La Cándida Eréndira de García Márquez  y estábamos en París en medio de una larga gira con ese espectáculo, Brook sorprendido de hallar cubanos de la isla allí  nos saludó y comentó, acto seguido, que  sería difícil si no sabíamos suficiente francés que hubiésemos disfrutado plenamente de la obra, ya que en su  montaje, esta vez, nos aclaró, la palabra era fundamental. Para muchos de los miembros del Buendía de ese entonces que lo rodeábamos en el lunetario vacío tras la función fue casi un alivio oir eso. El desconcierto que en general sentimos ante el montaje del legendario director y maestro indiscutible de la investigación teatral fue grande y sin dudas inexplicable. ¿Cómo el director de aquel execivo Marat Sade que todos recordábamos de la copia cinemetográfica que guarda La Cinemeteca de  Cuba  podía ser el mismo de lo que acabábamos de ver, un espectáculo- y ahora puedo reconstruirlo objetivamente- minimalista y austero, basado en las relaciones y los juegos de intercambios más sencillos posibles entre los personajes, con un lenguaje actoral despojado de aquella intensa fisicalidad que recordábamos y donde ahora la acción interior, el espacio síquico y la densidad confesional  del texto  eran el  soporte para acceder a la comunicación?. Ninguno de los que llegamos allí buscando confirmar nuestras propias ideas sobre el teatro experimental fuimos por unos instantes los mismos, algo que no podíamos definir o explicar estaba en dudas, algo o alguien nos había traicionado o jugado una mala pasada. Las reacciones fueron disímiles y caóticas, para algunos de los actores del grupo fue simplemente algo ajeno y desilucionante que olvidaron no más llegar a la boca del metro, para otros, más paternalistas, era un buen espectáculo de texto más como el mismo director nos hizo ver, hubo quien lo defendió alegando haber penetrado en la emoción particular y el humor sutil del trabajo, no obstante, el recuerdo de la reacción entusiasmada de la platea nos perseguía como un hecho irrefutable. ¿Qué debíamos ver que no vimos?, ¿qué nos estábamos perdiendo tras algún prejuicio o anteojeras  apenas ahora vislumbrados?.

Para mi esta experiencia parisina se convirtió en una pregunta que tuvo en lo adelante sucesivas respuestas prácticas en mi trabajo. No creo que ese espectáculo de Brook esté entre las cosas que más me han sacudido como espectador al instante de verlo  aunque sin dudas era el trabajo de un maestro,  lleno de luz, precisión y sentido. Dentro de un espacio vacío, y sobre un piso blanco como un tatamen  rodeado por la paredes rojizas, antiguas y veteadas por el tiempo del Bouffe du Nord, paredes que exponían con crudeza y belleza pasmosa la azarosa historia del recinto, cuatro pacientes siquiátricos y sus médicos se relacionaban sin que ningún otro recurso teatral se interpusiera, precisión en los comportamientos, relajación, rupturas de la acción, luz blanca, silencio clínico y claridad  interior. Actores de distintas escuelas y culturas, africanos, asiáticos, europeos, poseedores ostensiblemente de entramientos físicos y vocales sofisticados y tentadores, despojados todos hasta tocar la esencia de una partitura que devolvía la ilusión y el comportamiento real más entrañable y diáfano de esos seres. La puerta que poco a poco aquella experiencia abrió en mi estaba relacionada, más que a la impresión inmediata del espectáculo, a la libertad estética con que este maestro se desplazaba de paradigmas buscando el núcleo esencial del teatro: la historia elegida, el peso específico de esa fábula y su propia necesidad de ser contada, esclarecida e  iluminada desde el actor, esta vez despojado de las marcas exteriores de sus entrenamientos, presente y reconocible en su doble condición de persona y actor. Era claro que Brook, esta vez, no deseaba defender a ultranza una ideología o una poética del teatro,  ningún sello de marca, ningún territorio cultural o comercial, ningún estilo propio de director, ninguna escuela  reconocible o entrenamiento personal, nada de esto se interponía a la experiencia concreta de estar ante la realidad física y sensorial de una historia entendida y encarnada por un equipo multicultural de actores que le hablaban al público de una ciudad cosmopolita proponiéndoles un espacio ficcional donde se ensayaba la comunicación y el intercambio sobre bases de igualdad depurada. Para mi sencillamente  fue algo nuevo y liberador, un alivio tras tanto sectarismo estético, desencadenó mi creatividad y mi aparente caos posterior, me dió la luz larga para leer el texto del teatro universal sin prejuicios ni fronteras, una libertad que no intento definir sino esclarecer con cada historia que justifica mi trabajo aquí y ahora.

Notas:

1 - Ayudó, seguramente, a desactivar de nuestras cabezas de adolescentes el ejercicio de la censura, la autocensura y la coacción de la realidad circundante con ese modo tan único que tiene Vicente de estudiarse y de reconstruir su vida descifrándola como un texto o una escena, en la cual, él y todos, somos unos actores simbólicos.

2 - Helmo, con su experiencia como promotor cultural, impartía una clase taller dentro de la facultad donde se debatían disímiles temas de interés general.

 

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