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El teatro también es personal

(Entrevista realizada por Milva Benítez a Carlos Celdrán, director de Argos Teatro)

Entre los directores teatrales cubanos, especialmente los más jóvenes, Carlos Celdrán destaca, además de por una sólida obra al frente de Argos Teatro,  por la claridad de sus planteamientos teóricos sobre el trabajo teatral y, muy especialmente, sobre las relaciones actor-director durante el proceso colectivo de creación. Esta particularidad, ya extraña entre nosotros y de la cual dan fe varios textos suyos aparecidos en los últimos años en varias publicaciones, constituyó la motivación inicial de esta entrevista, que forma parte a su vez de un trabajo más amplio enfocado hacia el desarrollo del actor en Cuba, con énfasis en los últimos veinte años de creación teatral nacional.  Los años en el Instituto Superior de Arte, la experiencia en el Teatro Buendía, la relación con algunos de nuestros principales maestros y la dificultad de trabajar incansablemente con colectivos cada vez más inestables que signa la creación teatral de los últimos tres lustros en Cuba, fueron los principales temas de esta conversación sobre el actor, protagonizada por quien es considerado ya uno de los más importantes directores teatrales cubanos.

 

Milva: ¿Cuáles eran las principales preocupaciones profesionales de los estudiantes de teatro de finales de los ´80?

Carlos:  En los ´80 tuvimos la suerte de que aprobaron la política de proyectos, de creación de proyectos alrededor de una figura artística que fuera realmente líder en una poética. Antes de esos años no era así, existían las compañías cerradas, estables que tú tenías que entrar en ellas o no entrabas al teatro profesional. Me gradúo en el año 86 y entré en el Buendía que es el primero de estos proyectos que se aprueban. Flora Lauten crea su grupo con sus propios alumnos de los cuales yo era contemporáneo. Era  un proyecto que me interesaba artísticamente porque tenía que ver con la búsqueda de lenguajes que me parecían interesantes porque Flora formaba parte del claustro de profesores y estaba haciendo una serie de investigaciones sobre la puesta en escena, el actor, el público y la dramaturgia que me interesaban mucho porque lo vi desarrollarse. Tuve la suerte de poder entrar en ese proyecto y no verme obligado a formar parte de una compañía que tenía un lenguaje ya establecido en el cual uno tenía que entrar si quería ser profesional. Asociarnos, a través de aquella estructura de proyectos, varias personas que teníamos más o menos una misma idea fue lo mejor que nos pasó en esa etapa. Esta dinámica creó nuevas líneas y nuevos caminos. Algunos se cerraron, se quedaron en nada; pero otros se desarrollaron para llegar hasta hoy.

Milva: ¿Qué significaron Buendía y Flora Lauten en tu formación?

Carlos: Fue el laboratorio donde yo aprendí lo que era el teatro por dentro, el teatro artesanal, el teatro que se hace todos los días con las manos, con los objetos, con los actores. Ver dirigir a Flora fue muy importante, ver cómo ella le dio un espacio al actor para que no fuera solamente un intérprete sino también una persona que pensara en la dramaturgia del espectáculo, que trabajara en la visualidad, que trabajara en el sentido de la puesta en general y también en su personaje. Ella creó una dilatación del trabajo del actor, influencia del Teatro de Creación Colectiva, en particular de Santiago García y la Candelaria, que por ese entonces estaban marcando mucho a Flora. Eso creó para mí la posibilidad de trabajar desde la parte más activa del teatro, desde dentro del teatro, no quedarme fuera como asesor, sino trabajar dentro de los actores creando imágenes, creando escenas, aprendiendo a hacerlas junto con los actores y presentando improvisaciones a Flora. Fue como un laboratorio para mí, es por eso que puedo dirigir sin haber sido actor.

Visto con el paso de los años, ya como director de actores, me doy cuenta de que ese es el aspecto en que yo más difiero del trabajo de Flora: el trabajo como resultado del actor, no como metodología de investigación. Lo más importante en el trabajo de Flora fue lograr que los actores fueran teatristas, fueran parte de un colectivo, que no fueran meros intérpretes de un grupo, de un director o de una idea o de un autor, sino que fueran gentes responsables de la obra. Eso le daba una vitalidad especial a sus puestas, una fuerza extra que suplía los baches técnicos y los resultados particulares de cada actor. El Buendía es visto como una unidad de grupo que presenta una propuesta que ellos defienden y a veces es muy difícil ver el trabajo individual o el desarrollo individual de un actor en un personaje. Aprendí de Flora que un espectáculo tiene que ser un organismo vivo porque los actores tienen que aprender a defenderlo a partir de que lo crearon, de que se comprometan en todos los niveles y sientan que es una historia de ellos. Más que una historia que representan, se trata de una historia que encarnan, defienden, que salen a lucharla.

Eso yo lo aprendí y trato de que esté en mis espectáculos de algún modo siempre, pero  yo me fui dando cuenta con el tiempo, que a veces había un abandono, y aún hoy lo sigo apreciando, en el trabajo individualizado de los actores. Empiezan a homogeneizarse dentro de un estilo donde nadie se desarrolla sino que todos están en función de la artesanía general del espectáculo y eso resiente el resultado final. Quizá falte un balance en el trabajo de dirección de actores, donde el actor cumpla un rol hasta un momento y haya otro momento dedicado a desarrollar ciertos aspectos individuales de la técnica actoral.

La artesanía, el trabajo con el espacio, con el tiempo, con el vestuario, con el actor, con la dramaturgia, (la escénica, no la escrita), la relación texto escena, cómo convertir una escena en un material visual, sonoro, actoral, y el espectáculo como responsabilidad de todos, eso lo aprendí con ella. Tu biografía colectiva e individual debe estar ahí para que el trabajo tenga una energía (y sus espectáculos siguen teniendo eso), pero para mí no han evolucionado hacia una individualización del trabajo del actor, hacia técnicas más contemporáneas ya dirigidas al actor, quizá porque invierten mucho tiempo en trabajar para la dirección y después la dirección no puede trabajar en base a ellos, entonces sale como un estilo Buendía y eso, a mi modo de ver, es un error actoral en tanto genera un patrón homogéneo de voz, de movimiento, de actuación, que no considero bueno ni saludable para su propia estética.

Milva: ¿Qué aspectos de los ´90 marcaron al actor cubano?

Carlos: Todo lo que podía haber florecido y que venía de los 80, chocó con el “Período Especial” y se produjo un hueco, se creó una sobrevivencia de todo tipo y el teatro se redujo a sobrevivir. Se rompieron proyectos ambiciosos, elencos grandes, grupos con una posibilidad de evolución tuvieron que emigrar o desunirse para poder sobrevivir y eso castró la posibilidad de desarrollar ideas, de que se aprendiera un oficio y ese lenguaje se desarrollara. Fue un aborto general, un hueco muy grande.

En los ´90 hubo una gran influencia barbiana, del tercer teatro, de lo que se llamó la antropología teatral. Esto es en cuanto a la parte más investigativa del teatro, porque siempre existió la parte académica, la parte institucional de los teatros establecidos que, aunque estaban sobreviviendo igual y en gran crisis de éxodos, rupturas etc., mantenían su línea. Lo más investigativo, lo más de vanguardia del teatro de aquellos años estuvo influenciado por esa impronta que trajo Barba, con su teoría, sus viajes y  sus espectáculos, aquí a La Habana.

Todo esto se daba también por la circunstancia que estábamos viviendo. Creo que entró porque había, en el teatro, una crisis de representación de la realidad, una carencia de modelos que representaran la verdad en escena. Eso siempre lo buscó Vicente Revuelta, no sólo representar una historia sino hacerlo a través de gente que tuvieran un oficio y que encarnaran el oficio en el escenario defendiendo historias y poéticas que fueran auténticas, esa relación que uno le pide al teatro entre arte y vida, esa verdad entre comillas, pero verdad al fin, que se le pedía a unos espectáculos por entonces muy vacíos. Había mucha retórica, mucho abuso de la representación y de la palabra que también estaba vacía en la calle, en los discursos, todo esto muy relacionado con la crisis de valores que hubo, la crisis con las utopías, con los ideales, los postulados por los cuales la gente había sido formada. De pronto todo eso colapsó y el teatro no tenía cómo dar una respuesta orgánica, fuerte. Entonces el teatro ritual, de herencia grotowskiana, el teatro del cuerpo, el teatro de la transgresión, que va a cosas esenciales, míticas y que pone por delante el ritual del cuerpo, el entrenamiento como un sacrificio, como una verdad que se expone, empezó  a tener, para los jóvenes que lo hacían, un sentido muy fuerte. Por eso yo creo que Barba deslumbró, porque sus actores  encarnaban ese ritual, ese trabajo con el cuerpo, ese sacrificio del cuerpo más que de la palabra. Esto tomó tanta fuerza que llegó a neutralizarse porque el público empezó a perder el contacto, se fueron tan lejos los proyectos en esa investigación que se olvidaron del público. El público no entendía, porque eran subpartituras de subpartituras, lenguajes de lenguajes, rituales de rituales en una especie de protesta callada, un gran grito silencioso que no reconstituía un mundo, no presentaba una imagen del mundo. El público neófito llegó el momento en que se quedó aislado. No había un balance, no habían grupos que hicieran otra cosa y de pronto nos alejamos y se empezó a copiar un modelo y se convirtió en otra retórica.

Era más un escape del artista que el trabajo de un teatrista con verdadero sentido de lo social, algo que llegaba luego de muchos años de haber tenido un teatro con verdaderas preocupaciones sociales. Este era, en cambio, un teatro de preocupaciones existenciales, filosóficas, ontológicas, grotowskiano. Yo lo veo como un  teatro de cofradía. Yo también lo hice y creí en él, pero llegó el momento en que el público empezó a no entender qué pasaba, unido a la crisis tremenda de la ciudad, del transporte, la electricidad. Fue la respuesta que encontraron los jóvenes que no tenían una pericia técnica y que cuando iban al teatro no se identificaban con lo que veían porque no encarnaba la realidad, ni por metodologías, ni por sentido, ni por voluntad artística. Se refugiaron en estos proyectos y los que lograron sobrevivir, hicieron esto durante muchos años y eso se fue encerrando y encerrando hasta que llegó un punto, a mediado de los 90, en que mucha gente empezó a darse cuenta que había que salir de esa noche hacia algo más meridiano, más equilibrado, donde se volviera a restablecer el mundo, lo social en el teatro, lo cívico, algunos patrones más claros, menos densos, pensado más en función de que el público pudiera interesarse de nuevo por las historias. Se incorporó esa vena investigativa y se revirtió en otros lenguajes, se volvió un poco a la palabra, al texto -no creo, como mucha gente dice, que nada más para representarlo, aunque en algunos ocurriese así- pero sí para trabajar con otras fuentes, para contaminarse de otras fuentes y tratar de dar, muchas veces de manera inconsciente, una respuesta al público. Volvieron ciertas estructuras dramáticas tradicionales y empezó a hacerse un trabajo con el actor, a mi modo de ver,  más equilibrado desde el punto de vista del cuerpo y de la palabra y cuando digo la palabra me refiero a todo lo que implica lo que está detrás de ella, incluido el subtexto. Recomenzó la búsqueda de un equilibrio que balanceara ambas cosas para volver a contar historias, en el sentido de que se pudiera recomponer el mundo de un modo más transparente, más visible para el espectador. Yo como público lo necesité, por eso lo hice. Empecé a aburrirme de mi trabajo y del que veía a mi alrededor y cuando viajaba veía otros teatros que, sin perder la fuerza, la verdad, lograban una síntesis del gesto, de la palabra, de las atmósferas como era el caso de Peter Brook, por poner un gran maestro, y me decía que el público necesitaba verse en escena o ver personajes reales en escena, que pudieran hablarle del mundo en que viven, aunque fuese con metáforas, pero me parecía muy importante que vieran esa posibilidad en el actor.

Milva: ¿No crees que también, en algunos casos, hubo un acercamiento demasiado superficial a estas estéticas?

Carlos: Por supuesto, algunos se quedaron en improvisación y muchas veces en calco, en imitación de patrones o en trabajos  resultantes de talleres, sin decantar, sin crear una poética a partir de la asimilación, ni siquiera sin crear una investigación personal. Esto pasó porque muchos de los que pasamos por ahí no tuvimos realmente patrones muy fuertes, había una crisis, que sigue existiendo hoy, de profesores, de líderes teatrales, de poéticas, de actores, porque actores hay pero, ¿cuántos uno puede seguir en el teatro? ¿Cuántos de los jóvenes pueden decir: ese es mi camino, esa es mi experiencia, eso es lo que yo quiero hacer?

Milva: ¿Cómo logras comunicarte con actores que a veces se juntan por primera vez y que en algunos casos en el momento del montaje hacen televisión, cine o incluso otra obra?

Carlos: Yo no tengo un método para lograr eso, ni un entrenamiento fijo. A veces tengo actores muy estables y otras entra gente nueva. Cuando selecciono una historia, que puede venir de cualquier parte, y me parece que es la que podemos hacer, se somete a análisis de todo tipo: improvisación, discusión, intercambio de ideas, trabajo sobre la historia misma, etc.  En eso participan todos los actores, en función de lograr  que la biografía de ellos, su interés, lo que ellos piensan de esa historia empiece a entrar y se traduzca inmediatamente en un comportamiento escénico. Para mí dirigir es que el actor encuentre un comportamiento, una acción  que traduzca su pensamiento, su sentimiento en una acción concreta que me diga que eso, por el termómetro tácito que es el teatro, es una tarea escénica que nos interesa, que le da transparencia a ese texto dentro de  cierta zona de la contemponeidad a la cual se remite esa historia. Yo siento que, a nivel de ritmo, tempo y sentido, ese comportamiento es el que hace que el texto baje a la realidad, tire el cable a tierra.

Vamos buscando siempre, el actor y yo, ese tipo de diálogo que es como una temperatura investigativa, que consiste en tratar de encontrar todo el tiempo comportamientos concretos y no generales, que no sean patrones generales de teatralidad ni de belleza, ni de imagen, ni de visualidad, no me interesa nada de eso, sino que contribuyan a que la historia sea transparente, clara, entendida por el actor, a través de un comportamiento. Y no se trata sólo de que la sienta, sino de que sepa que lo que haga, cómo se mueve, cómo camina, cómo habla, el objeto que toca, tiene que ver con el mundo asociado que él pone. Si el actor lo entiende, porque entiende su  comportamiento, ese personaje empieza a ser él, mitad  personaje, mitad él y el público lo va a recibir, como sensación, como temperatura, como un equivalente.

No busco las equivalencias que aprendimos con Barba y el teatro oriental, de buscar una belleza a través del objeto o a través del gesto o de una metáfora simbólica. Busco un comportamiento real en esa acción concreta que el actor entiende, encarna, que encontró y busco; que el actor traduzca en ese momento de la acción, su sentimiento, su pensamiento, la acción y la comunicación con el público. En este proceso el actor no busca a priori la composición y la belleza, lo que sin embargo no impide que esa belleza y composición aflore, quede a nivel de artesanía teatral.

Normalmente en un proceso, con los actores que no me entienden choco mucho. A veces hay  fricciones tremendas y hay actores que explotan porque se ponen a representar algo que para mí no es importante y no veo la acción precisa que me devele la imagen que quiero de ese instante. Puede ser más realista o más poético, puede ser un resultado que nos sorprenda a ambos pero no me importa que me tilden de realista o metafórico o bello o desaliñado, lo  importante es que esté vivo. No en todos los espectáculos lo logro y a veces lo logro en algunas zonas de un espectáculo y en otras no porque a veces he elegido textos en los que es muy difícil hacer esa operación de acercamiento sin ser obvio, sin vestirte de cubano y poner la Charanga Habanera, que sería lo más fácil, mientras lo más esencial siga perdido. A veces se hace difícil que el actor entienda, que logre convertir lo que siente en un comportamiento preciso.

Ese es el principio de dirección que yo aplico y esto es lo que hace que actores con menos técnica puedan estar mejor, porque los personajes bajan a ellos. El actor se apropia del personaje, lo transgrede, lo lleva  a una zona que resulta sorpresiva para el que lo conoce u orgánica para el que lo ve por primera vez,  porque no conoce la historia. No me interesa el patrón del gran actor, de gran voz, sino el del actor capaz de, a través de su intuición, de su inteligencia, lograr esa artesanía que a veces es muy simple, muy transparente y hasta invisible.

Milva: Cuando leo un texto tuyo me identifico mucho con tus procesos pero cuando veo las obras del grupo siento que mucho de lo que tú tienes muy claro no ha llegado a algunos actores. ¿Por qué?

Carlos: Cuando comencé a trabajar con actores yo venía del Buendía, de toda una herencia, una tradición. Luché mucho contra el personaje máscara, el personaje tipo, el personaje hecho con tres rasgos  teatrales, dentro de una tradición donde, voy a decir una palabra tabú, lo psicológico, para no hablar de lo individual, no entra; es decir, no se analiza el personaje por sus matices de caracterología sino que se trabaja sobre personajes máscaras, con  grandes rasgos generales de su funcionalidad como personaje en la obra y eso me empezó a aburrir mucho, a mí como espectador y como trabajador del teatro. Me deslumbraba cuando empecé a ver o a leer a directores como Bergman, Peter Brook y muchos más. Me interesaba cómo dirigían el teatro, y cómo, sin renunciar a la teatralidad, lograban que hubiese una experiencia, que el personaje pudiera vivir un proceso de experiencias en el escenario, de diálogo con el otro, diálogo que no va solamente por la línea más obvia del tipo, sino de la persona que lo está encarnando y está escuchando al otro y ahí entra el fantasma de Stanislavski con todas sus variantes contemporáneas que no renuncian a esto otro.

Empecé a interesarme por esta parte que tiene mucho del yo interno, que me atrae mucho más que el teatro de máscara que me fascinó en un momento determinado o el teatro de la subpartitura o el teatro ritual. Me empezó a interesar mucho más el mundo, digamos, espiritual, la penetración de la interioridad, del personaje como vida, como acumulación de experiencias y pensamientos y de procesos vitales unidos en un escenario. Que el personaje escuche, que mire, que atienda, que converse, piense y procese. En el cine de Woody Alen y el de Bergman me interesó mucho ese diálogo.  Entonces empecé a trabajar intuitivamente porque yo no tenía una formación en este sentido, la he ido teniendo más ahora.

El teatro cubano carece de esa sencillez que es muy compleja, de ver al actor y al personaje sencillamente como personas. Es una tendencia peligrosa, en el teatro se usa mucho la personalidad del actor, que se usa en el cine como “gancho”. Yo sé que eso es la base del sistema de estrellas, y no es exactamente eso lo que he querido hacer, pero a mí me empezó a interesar mucho esa cosa vicentiana, y vuelvo a Vicente, de que él dialoga con el personaje. Es una teoría peligrosa pero a mí me atrae y las influencias que me atraen yo las desarrollo porque el teatro también es personal.

Vicente muchas veces no podía convencer a los demás actores de que se metieran en esa experiencia, otras sí. Cuando estaba más joven logró transmitir comportamientos que le abrieran al  actor el camino hacia esa búsqueda donde, sin dejar de ser él, encuentre una vía para meter su sensorialidad, su sentido de la contemporaneidad y desarrollar lo que hay en él. Muchas veces, cuando no se encuentra el camino, se apela a la solución teatral, porque el teatro tiene que seguir y hay que estrenar el espectáculo con lo que tienes. Por eso yo llegué a reconciliarme con Roberto Blanco cuando me dijo que los actores no entendían y él tenía que hacer teatro. Es otro concepto, pero al final uno tiene que resolver un espectáculo porque si no lo haces, ¿cuándo van a aparecer los que te entiendan o los que te puedan convencer? Es más sencillo de lo que yo había hecho siempre pero es más riesgoso, porque no te permite ningún tipo de juego teatral.

El teatro pasa porque existe el fantasma del actor, individualizado, sin eso no hay teatro. No me interesan las estrellas pero sí los actores individuales que logran convocar al público a un diálogo personal con ellos. El actor forma parte del fantasma de lo que te atrae del teatro. No solamente es el grupo, es el grupo dialogando con esas personalidades. 

En el caso de los actores que no pueden llegar a ese nivel surge un problema. Es muy difícil balancear un elenco. Cuando quieres contar una historia con varios actores, es difícil que todos lleguen al mismo nivel de este tipo de diálogo donde se exponen mucho la verdad o la mentira, donde no hay escondite posible, donde no hay una imagen fuerte que te proteja, ni una composición trascendental, ni máscara, ni maquillaje, ni un entrenamiento vocal parejo para todos, donde todos tengan la misma voz, los mismos resonadores, la misma partitura sonora vocal.

 

Milva: ¿Hasta dónde preconcibes el montaje o lo construyes  junto al actor?

Carlos: Trabajo las dos cosas. Acumulo muchas ideas, sobre todo la idea del espacio donde van a ocurrir las escenas. Estudio mucho las escenas antes, lo que yo veo que pasa detrás como situación, como conflicto, como suceso. A veces veo objetos. Le doy los papeles a los actores, a veces estos cambian, y discutimos, y empezamos a trabajar sobre la escena. Yo tiro la idea y los actores traen las suyas y empieza la improvisación. Yo improviso mucho pero también estudio mucho para tener un margen de ideas. Todo lo que llevo muy armado me fracasa al final, en el ensayo se me derrumba. Por lo general yo lo que llevo es un esquema.

 

Milva: ¿Qué te pasa con el teatro cubano?

Carlos: No prefiero ningún texto, lo que me gusta es una historia. No tengo nada en contra del teatro cubano. Cuando tenga textos que me interesen, contemporáneos, yo los hago. Cuando tenga historias contemporáneas que me lleguen, yo las puedo hacer. Si apareciera un texto que para mí tenga una visión, una complejidad, una poética que me seduzca a desbaratarla, a invertir la energía enorme que hay que meter para desarrollarla y poder dar una imagen contemporánea, problematizadora de la realidad, yo escojo esa historia. Pero en el teatro cubano no hay escritores, excepto los clásicos, quienes han hecho mucho y han cumplido un momento. Yo por lo menos los dejara reposar, quizá más adelante los haga, pero ahora, quizá por cercanas, por tan leídas, por tan vistas, no me despiertan la iniciativa de que, sólo porque sean cubanas y sean buenas, volver a sorprender a la gente, contándoles una historia a través de ellas. Me gustaría hacer un Aire Frío pero lo tengo tan dentro, tan cercano, que no sería nada extrañante para mí,  ni para nadie. Estorino, Piñera, los tengo muy cerca. He preferido irme más lejos y a través de otras historias que me seducen,  poder contar algo.

Pero ya hablando de teatro contemporáneo cubano, actual, lo que veo son esbozos pero no un teatro que hable de la contemporaneidad de un modo sencillo pero complicado, denso, que tenga la impronta de los guiones de cine. ¿Cómo encontrar en el teatro el equivalente a estos lenguajes, que puedan presentar a personas en toda su complejidad, que hablen del poder, de las relaciones humanas, de las limitantes, de las mediocridades que somos, de todos los tabúes que tenemos, de lo que no hemos dicho, de los exorcismos que nos faltan?

¿Cuántos exorcismos nos faltan por decir, por sudar en el escenario, historias tremendas que contar? Ahí funciona la censura,  la autocensura que todos tenemos dentro, la censura que también existe, aunque es burlable. Lo que hay es una carencia de poetas, porque el dramaturgo siempre fue un poeta que ve y penetra lo que nadie ve, alguien que capta las esencias y las pone en acción, a través de un monólogo, una escena, de cualquier estructura.

Todo es tan falto de concepto, tan viejo, tan poco meditativo, poco reflexivo, poco confesional, tan poco profundamente poético, tan chato, tan vulgar, tan cliché,  tan sobre la norma y lo establecido. No hay un escritor ni una escritora transgresores de verdad. Heiner Müler es un ejemplo de  una dramaturgia que habla del socialismo y sus contradicciones, pero también es muy alemana, muy intragable quizá directamente para nosotros pero ¿porqué no surgen pensadores del teatro, poetas del teatro?

Creo que la dramaturgia es lo peor que tiene el teatro cubano y lo daña tremendamente porque los directores y los actores solamente van a inventar el teatro. En el teatro tiene que haber poetas, existieron siempre, Esquilo siempre existió. Existirán los actores que escriban y creen su dramática, los directores que relean e inventen una historia pero tiene que haber poetas, porque el poeta saca una esencia y escribe una estructura. Es una función del teatro.

Existen otras funciones, otras estructuras que yo pudiera plantearme, pero no he estado en esa investigación, no es la fase que he desarrollado, esa de poner al grupo a improvisar, a trabajar sobre un tema, a dedicarme a investigar en un trabajo. Eso me hace perder tiempo de algo que me interesa mucho que es el trabajo sobre el actor. Si pongo al actor a crear toda la estructura, en ese aprendizaje pierdo un tiempo que al final se le resta a mi investigación. Quizá esto no le pase a otros, pero a mí me ocurre así. El teatro cubano no tiene poetas, tiene artesanos que escriben una historia o que saben llenar una taquilla con un tema sabido y consabido, y con fórmulas.

Estorino es un gran autor pero yo creo que su teatro hace rato se está mirando a sí mismo, en buenas palabras, es un autor que se sentó a mirar su obra. A mí me sigue fascinando La Casa Vieja, me parece tremenda y muy actual. Lo demás es un teatro muy bien hecho, bien escrito, con un lenguaje cubano, una esencia de la cubanía, poético, pero me parece un autor que está encerrando su obra, hablando de sus problemas. Hacen falta voces contemporáneas, que hablen de ahora. Por eso no hago teatro cubano porque yo no hago textos, busco una historia y la hago si me gusta.

Quizá en Segismundo pude haber hecho una versión más radical, para que saliera mejor y no todo el texto. A veces me critico el empeñarme en trabajar toda la estructura, pudiera ser una limitante. Podría hacer guiones, hacer la función  del dramaturgista, que también falta en el teatro cubano, alguien que rompa las estructuras del texto y cree otras. Me gusta trabajar con algo creado. Me doy cuenta que cuando se le lanza a los actores la creación del texto mismo pasamos mucho tiempo, muchas etapas, se extiende demasiado el proceso y durante mucho tiempo no se tiene contacto con el público. En mi experiencia con el Buendía, los actores llegaban al estreno cansados, sin frescura, llegaban portando una estructura que crearon sobre sus hombros pero que algo dejó en el camino. En ese largo tiempo que dedicaron a crear el espectáculo la vida los cambió, en dos años la vida te cambia mucho. El teatro tiene algo de la  carreta que iba de pueblo en pueblo, no se puede perder esa dinámica. El laboratorio es muy bueno pero hay que tener en cuenta al público y al actor, este necesita estar más cerca del bulevar, de tener al público enfrente y aprender con la campana,  de reelaborar y tirar. Yo era un perfeccionista y un autocrítico de mi trabajo, pero he llegado a entender que la imperfección y los desniveles forman parte del teatro. 

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